sábado, 29 de enero de 2011

DESDE LA PAMPA

DESDE LA PAMPA
Rubén Darío

¡Yo os saludo desde el fondo de la pampa! ¡Yo os
saludo
bajo el gran sol argentino
que como un glorioso escudo
cincelado en oro fino
sobre el palio azul del viento,
se destaca en el divino
firmamento!

Os saludo desde el campo lleno de hojas y de luces
cuya verde maravilla cruzan potros y avestruces,
o la enorme vaca roja,
o el rebaño gris, que a un tiempo luz y hoja
busca y muerde,
en el mágico ondular
que simula el fresco y verde
trebolar.

En la pampa solitaria
todo es himno o es plegaria;
escuchad
cómo cielo y tierra se unen en un cántico infinito;
todo vibra en este grito:
¡Libertad!

Junto al médano que finge
ya un enorme lomo equino, ya la testa de una esfinge,
bajo un aire de cristal,
pasa el gaucho, muge el toro,
y entre fina flor de oro
y entre el cardo episcopal,
la calandria lanza el trino
de tristezas o de amor:
la calandria misteriosa, ese triste y campesino
ruiseñor.

Yo os saludo en el ensueño
de pasadas epopeyas gloriosas;
el caballo zahareño
del vencedor; la bandera,

los fusiles con sus truenos y la sangre con sus rosas;
Ia aguerrida hueste fiera,
la aguerrida hueste fiera que va a toque de clarín,
el que guía, el Héroe, el Hombre;
y en los labios de los bravos, este nombre:
¡San Martín!

De la pampa en las augustas
soledades,
al clamor de las robustas
cien bocinas del pampero, yo saludo a las ciudades
de la mar,
con sus costas erizadas de navíos,
con sus ríos
donde mil urnas colmadas su riqueza han de volcar.

¡Argentinos, Dios os guarde!
Ven mis ojos cómo riega
perla y rosa de la tarde
el crepúsculo que llega,
mientras la pampa ilumina
rojo y puro, como el oro en el crisol,
el diamante que prefiere la República Argentina:
¡Vuestro Sol!

jueves, 27 de enero de 2011

Vida de Ma Parker

Vida de Ma Parker.
Life of Ma Parker
, Katherine Mansfield (1888-1923)

Cuando el caballero literato, cuyo apartamiento limpiaba la anciana señora Ma Parker todos los martes, le abrió la puerta aquella mañana, aprovechó para preguntarle por su nieto. Ma Parker se detuvo sobre el felpudo del pequeño y oscuro recibidor, alargó el brazo para ayudar al señor a cerrar la puerta, y sólo después replicó apaciblemente:

-Ayer lo enterramos, señor.
-¡Dios santo! No sabe cuánto lo siento -dijo el caballero literato en tono desolado. Estaba a medio desayunar. Llevaba una bata deshilachada y en una mano sostenía un periódico arrugado. Pero se sintió incómodo. No podía volver al confort de la sala sin decir algo, sin decirle algo más. Y como aquella gente daba tanta importancia a los entierros, añadió amablemente:
-Espero que el entierro fuese bien.
-¿Cómo dice, señor? -dijo con voz ronca la anciana Ma Parker.
¡Pobre mujer! Estaba acabada.
-Que espero que el entierro fuese bien... -repitió.

Ma Parker no respondió. Agachó la cabeza y se encaminó hacia la cocina, llevando aquella usada bolsa de pescado en la que guardaba las cosas de la limpieza, un mandil y unas zapatillas de fieltro. El literato enarcó las cejas y volvió a sumirse en su desayuno.

-Supongo que está abatida -dijo en voz alta, tomando un poco de mermelada.

Ma Parker se quitó los dos alfileres que le sujetaban la toca y la colgó detrás de la puerta. Se desabrochó la raída chaqueta y también la colgó. Luego se ató el mandil y se sentó para quitarse las botas. Ponerse o quitarse las botas era un verdadero martirio, pero lo había sido durante años. De hecho estaba ya tan acostumbrada a aquel dolor que su rostro se contraía en una mueca dispuesto a sentir el pinchazo mucho antes de que hubiese empezado a desatarse los lazos. Terminada esta operación, se recostó momentáneamente en la silla con un suspiro y empezó a frotarse suavemente las rodillas...

-¡Abuela, abuela! -gritaba su nietecillo subido con sus botines sobre su falda. Acababa de volver de jugar en la calle.
-¡Mira cómo le has dejado la falda a la abuela...! ¡Malo, más que malo!
Pero él le echaba los brazos al cuello y frotaba su mejillita contra la de ella.
-Abuelita, ¡danos una moneda! -le decía, zalamero.
-Fuera de aquí; ya sabes que la abuela no tiene dinero.
-Sí, sí tienes.
-No, no tengo.
-Sí, sí tienes. ¡Danos una moneda!
Y ella ya estaba buscando su bolso viejo y desvencijado de cuero negro.
-Muy bien, ¿y tú a cambio qué le darás a tu abuela?
El niño soltó una tímida risita y se apretujó más contra ella. Notó sus pestañas haciéndole cosquillas en la mejilla.
-Pero si yo no tengo nada... -murmuró el niño.

La anciana se levantó como impulsada por un resorte, tomó el hervidor de metal que estaba sobre la cocina de gas y la llevó hasta el fregadero. El ruido del agua llenando el hervidor amortiguó su dolor, o eso parecía. Aprovechó para llenar también el balde y el barreño. Se necesitaría un libro entero para describir el estado de aquella cocina. Durante la semana el caballero literato «se las apañaba solo». Lo cual significaba que vaciaba una y otra vez los restos del té en un tarro de mermelada colocado ex profeso para tal fin, y cuando se quedaba sin tenedores limpios limpiaba uno o dos en un trapo de cocina. Por lo demás, como solía explicar a sus amigos, su «sistema» era bastante sencillo, y no acababa de entender cómo la gente tenía tantos problemas con la vida doméstica.

-No hay más que ensuciar todo lo que tienes, contratar a una vieja una vez por semana para que lo limpie todo, y ya está.

El resultado era una especie de descomunal basurero. Incluso el suelo estaba plagado de trozos de tostadas, sobres y colillas. Pero Ma Parker no le tenía inquina. Le daba lástima que aquel pobre caballero, todavía joven, no tuviese quién le cuidara. Por la ventanita tiznada se divisaba una inmensa extensión de cielo tristón, y siempre que había nubes parecía que fuesen nubes raídas, usadas, desgastadas por los bordes, agujereadas, como oscuras manchas de té. Mientras el agua se calentaba Ma Parker empezó a barrer el suelo. «Sí -pensó, mientras la escoba iba dando bandazos-, entre una cosa y otra ya he soportado lo mío. Ha sido una vida dura.»

Incluso sus vecinos se lo decían. Muchas veces, cuando volvía exhausta a casa llevando aquella bolsa de pescado, les oía decir, entre ellos, mientras esperaban en una esquina, o se inclinaban sobre la verja de alguna casa: «Vaya una vida dura que le ha tocado vivir a la pobre Ma Parker». Y era tan cierto, que no sentía el menor orgullo por ello. Era como si alguien hubiese comentado que vivía en el sótano interior del número 27 ¡Qué vida más dura...! A los dieciséis años había abandonado Stratford para ir a Londres como ayudante de cocina. Sí, había nacido en Stratford-on-Avon. ¿Shakespeare, decía? No, señor, todo el mundo le preguntaba siempre por él. Pero nunca había oído ese nombre hasta verlo en las carteleras de los teatros. Ya no recordaba nada de Stratford excepto aquel «sentados junto al hogar podían verse las estrellas por la chimenea», y «mamá siempre había tenido sus lonjas de tocino colgando del techo». Y aún había algo más -una mata-, junto a la puerta de la casa, una mata que siempre olía maravillosamente. Pero la mata era algo muy difuso. Sólo la recordó una o dos veces en el hospital, la vez que había estado tan enferma.

Aquella casa había sido horrible: la primera casa. No la dejaban salir nunca. Nunca subía a la planta como no fuese para rezar por la mañana y por la noche. El sótano no estaba mal, pero la cocinera era una mujer cruel. Le quitaba las cartas que le escribía su familia antes de que hubiese tenido tiempo de leerlas y las echaba al fuego porque la hacían soñar... ¡Y las cucarachas! ¿Quién lo hubiera dicho, eh? Pues lo cierto era que hasta que había ido a Londres jamás había visto una cucaracha negra. Al llegar a este punto Ma siempre soltaba una risita, como si... ¡mira que no haber visto nunca una cucaracha! ¡vaya! Era como si alguien dijera que nunca se había visto los pies. Cuando aquella familia fue desahuciada se fue como «ayudanta» a la casa de un doctor, y después de dos años allí, corriendo arriba y abajo todo el día, se casó con su marido. Un panadero.

-¡Un panadero, señora Parker! -exclamaba el caballero literato. Porque algunas veces dejaba de lado sus volúmenes y la escuchaba o, al menos, escuchaba ese producto llamado Vida-. ¡Debe de ser bastante bonito estar casada con un panadero!
La señora Parker no parecía tan segura.
-Es un oficio tan limpio -argüía el literato.
La señora Parker no estaba muy convencida.
-¿No le gustaba entregar el pan calentito a los clientes?
-Mire, señor -decía Ma Parker-, yo no subía a la tahona muy a menudo. Tuvimos trece niños y enterramos a siete. ¡Cuando aquello no era un hospital, era una enfermería, como quien dice!
-Ni que lo diga, señora Parker ni que lo diga -exclamaba el literato, estremeciéndose, y volviendo a empuñar la pluma.

Sí, siete habían muerto, y cuando los otros seis todavía eran pequeños su marido se volvió tísico. Harina en los pulmones, le había dicho a ella el médico... Su marido estaba sentado en la cama con la camisa subida hasta la cabeza, y el dedo del doctor trazó un círculo sobre su espalda.

-Fíjese, si ahora se abriese un agujero aquí, señora Parker, vería que tiene los pulmones embozados de pasta blanca. Respire, buen hombre, ¡respire hondo! -Y la señora Parker jamás supo si había visto o si había imaginado que veía una gran nube de polvo blanco salir de los labios de su pobre marido...

Y lo que había tenido que luchar para sacar adelante a aquellos seis renacuajos y para mantenerse en pie. ¡Había sido terrible! Y entonces, cuando ya empezaban a ser suficientemente mayores para ir al colegio, la hermana de su marido había ido a vivir con ellos para ayudarles un poco, y cuando todavía no llevaba allí dos meses se había caído por una escalera lastimándose el espinazo. Y durante cinco años Ma Parker cargó con otro niño -¡y vaya una cuando le daba por llorar!- a quien cuidar. Luego la pequeña Maudie optó por el mal camino y arrastró con ella a su hermana Alice; los dos chicos emigraron, y el pequeño Jim se fue a la India con el ejército, y Ethel, la más pequeña, se casó con un camarerillo pelafustán que murió de úlceras el año que nació el pequeño Lennie. Y ahora le había tocado al pequeño Lennie, mi nietecito... Lavó y secó la pila de tazas y de platos sucios. Limpió los cuchillos negros con un trozo de patata y con el corcho de un tapón. Fregó la mesa, el aparador y el fregadero en el que flotaban colas de sardina...

Nunca había sido un niño demasiado fuerte, nunca, desde que nació. Era uno de esos bebés rubios a quien todo el mundo toma por una niña. Tenía rizos blancos, plateados, ojos azules, y un lunar, como un diamante, a un lado de la nariz. ¡Lo que les había costado a Ethel y a ella criarlo! ¡Habían probado tantas cosas que habían leído en los periódicos! Cada domingo por la mañana Ethel leía en voz alta mientras Ma Parker hacía la colada.

Señor director:
Sólo un par de líneas para comunicarle que mi pequeño Myrtil que se hallaba grave de muerte... Y tras cuatro frascos de... aumentó 8 libras en 9 semanas, y todavía continúa engordando.

Y entonces sacaban del aparador la huevera que servía de tintero y se escribía la carta, y al día siguiente por la mañana, camino del trabajo, Ma compraba el impreso para el giro postal. Pero no servía de nada. No había modo de que el pequeño Lennie engordase. Ni siquiera llevándolo al cementerio cogía un poco de color; y un buen ajetreo en el autobús tampoco lograba que mejorase su apetito. Aunque desde el principio había sido el niño mimado de su abuela...

-¿Quién te quiere a ti? -dijo la anciana Ma Parker abandonando los fogones y dirigiéndose hacia la mugrienta ventana. Y una vocecita tan cálida y próxima que casi la sobresaltó -pues parecía brotar de debajo de su corazón- se echó a reír, respondiendo: «¡La abuelita!».
En aquel momento se oyeron pasos y el literato apareció, vestido de calle.
-Señora Parker, voy a salir.
-Perfectamente, señor.
-Encontrará la media corona en la bandejita del tintero.
-Gracias, señor.
-Por cierto, señora Parker -dijo el caballero rápidamente-, ¿no tiraría usted por casualidad un poco de cacao la última vez que vino a limpiar, verdad?
-No, señor.
-¡Qué extraño! Hubiera jurado que quedaba una cucharadita de cacao en la lata -explicó-. Y -añadió amablemente pero con firmeza-: siempre que tire alguna cosa dígamelo, ¿eh, señora Parker? -Y salió muy contento de sí mismo, convencido, en realidad, de haberle demostrado a la señora Parker que, bajo su aparente despiste, era tan observador como una mujer.

Se oyó el portazo. Ma Parker tomó la escoba y el trapo del polvo y se encaminó al dormitorio. Pero cuando empezó a hacer la cama, tirando de las sábanas, metiéndolas bien y alisándolas, el recuerdo del pequeño Lennie se hizo insoportable. ¿Por qué había tenido que sufrir tanto? Eso era lo que ella no podía comprender. ¿Por qué aquel angelito había tenido que hacer esfuerzos sobrehumanos por respirar, luchando por cada gota de aire? No tenía ningún sentido que un niño sufriese de aquel modo. Del pecho del niño, de aquella cajita, salía un sonido como si algo hirviese. Tenía un gran bulto, algo bulléndole en el pecho y no podía expulsarlo. Cuando tosía toda la cabecita se le cubría de sudor; los ojos se le saltaban, le temblaban las manos, y el gran bulto oscilaba como una patata dentro de un cazo. Pero lo peor de todo era que cuando no tosía permanecía sentado, recostado en la almohada, y nunca hablaba ni contestaba, incluso hacía como si no oyese. Se limitaba a quedarse con la mirada fija, como si estuviese ofendido.

-La abuelita no puede hacer nada, cariñín -decía Ma Parker, apartándole suavemente el pelo húmedo de las coloradas orejas. Pero Lennie movía la cabeza y se apartaba. Parecía tremendamente enfadado con ella... y solemne. Agachaba la cabeza y la miraba de reojo, como si nunca hubiera podido pensar que su abuela fuese capaz de aquello.

Cuando menos... Ma Parker echó la colcha sobre la cama. No, simplemente no podía pensar en ello. Era demasiado... le había tocado sufrir demasiado en esta vida. Y hasta ahora había aguantado, no había dejado que el sufrimiento hiciese mella en ella, y nadie la había visto llorar ni una sola vez. Nunca, nadie. Ni sus hijos la habían visto dejarse dominar por la desesperación. Siempre había mantenido la cabeza alta. ¡Pero ahora...! Lennie había muerto... ¿qué le quedaba? Nada. Era lo único que le quedaba en esta vida, y ahora también se lo habían llevado. «¿Por qué habrá tenido que ocurrirme precisamente a mí?», se preguntó.

-¿Qué he hecho? -dijo la anciana Ma Parker-. ¿Qué he hecho?

Y mientras pronunciaba estas palabras dejó caer inesperadamente el plumero. Y se encontró en la cocina. Se sentía tan desgraciada que volvió a ponerse el sombrero y las agujas que sujetaban la toca y la chaqueta y salió del apartamiento como una sonámbula. No sabía lo que hacía. Era como una persona que traumatizada por el horror de lo que le acaba de ocurrir, echa a andar... sin dirección alguna, simplemente como si andando pudiese alejarse... En la calle hacía frío. Soplaba un viento helado. La gente pasaba con andar rápido, muy aprisa; los hombres caminaban como tijeras; las mujeres deslizándose como gatos. Pero nadie sabía nada, a nadie le preocupaba. Aunque se hubiese dejado llevar por la desesperación, aunque después de todos aquellos años se hubiese echado a llorar, tanto si le gustaba como si no, habría terminado por encontrarse metida en algún aprieto. Y al pensar en la posibilidad de llorar fue como si el pequeño Lennie hubiera vuelto a saltar a sus brazos. Ah, sí, eso es lo que quiero hacer, pichoncito. La abuela quiere llorar. Si ahora pudiese romper a llorar, si pudiese llorar cuanto quisiera, por todo cuanto le había ocurrido, empezando por la primera casa en la que había servido y aquella cruel cocinera, siguiendo por la familia del doctor, por los siete hijos muertos, por la muerte de su marido, por la partida de los hijos, si pudiese llorar por todos aquellos años de miseria que llevaban hasta el pequeño Lennie. Pero llorar cabalmente por todas esas cosas requería muchísimo tiempo. De todos modos, había llegado el momento de hacerlo. Tenía que hacerlo. No podía continuar aplazándolo ni un minuto más; ya no podía esperar... ¿Adónde podía ir?

«Una vida muy dura la de Ma Parker, muy dura.» ¡Sí, más de lo que creían, durísima! La barbilla le empezó a temblequear; no tenía tiempo que perder. Pero ¿adónde?, ¿adónde? No podía ir a su casa; Ethel estaba allí. La pobre se hubiera llevado un susto de muerte. No podía sentarse en un banco en cualquier parte; la gente se pararía a hacerle preguntas. Y no podía regresar al hogar del caballero literato; no tenía ningún derecho a llorar en casa de otros. Y si se sentaba en la escalera de cualquier edificio algún policía le diría que estaba prohibido hacerlo. ¡Ay! ¿No existía ningún sitio donde pudiese esconderse, estar sola tanto como quisiera, sin que nadie la molestase y sin molestar a otros? ¿No existía ningún lugar en el mundo donde pudiese, por fin, solazarse llorando?

Ma Parker permaneció inmóvil, mirando a uno y otro lado. El gélido viento le hinchó el delantal como si fuese un globo. Y empezó a llover. No, aquel sitio no existía.

Katherine Mansfield (1888-1923)

La Prueba de Amor

La Prueba de Amor.
The Trivial of Love, Mary Wollstonecraft Shelley.

Después de conseguir el permiso de la priora para salir unas horas, Angeline, interna en el convento de Santa Anna, en la pequeña ciudad lombarda de Este, se puso en camino para hacer una visita. La joven vestía con sencillez y buen gusto; su faziola le cubría la cabeza y los hombros, y bajo ella brillaban sus grandes ojos negros, extraordinariamente hermosos. Quizá no fuera una belleza perfecta; pero su rostro era afable, noble y franco; y tenía una profusión de cabellos negros y sedosos, y una tez blanca y delicada, a pesar de ser morena. Su expresión era inteligente y reflexiva; parecía estar en paz consigo misma, y era ostensible que se sentía profundamente interesada, y a menudo feliz, con los pensamientos que ocupaban su imaginación. Era de humilde cuna: su padre había sido el administrador del conde de Moncenigo, un noble veneciano; y su madre había criado a la única hija de éste. Los dos habían muerto, dejándola en una situación relativamente desahogada; y Angeline era un trofeo que buscaban conquistar todos los jóvenes que, sin ser nobles, gozaban de buena posición; pero ella vivía retirada en el convento y no alentaba a ninguno.

Llevaba muchos meses sin abandonar sus muros; y sintió algo parecido al miedo cuando se encontró en medio del camino que salía de la ciudad y ascendía por las colinas Euganei hasta Villa Moncenigo, su lugar de destino. Conocía cada palmo del camino. La condesa de Moncenigo había muerto al dar a luz su segundo hijo y, desde entonces, la madre de Angeline había residido en la villa. La familia estaba formada por el conde, que, salvo algunas semanas de otoño, estaba siempre en Venecia, y sus dos hijos. Ludovico, el primogénito, había sido enviado en edad temprana a Padua para recibir una buena educación; y sólo vivía en la villa Faustina, cinco años menor que Angeline.

Faustina era la criatura más adorable del mundo: a diferencia de los italianos, tenía los ojos azules y risueños, la tez luminosa y los cabellos color caoba; su figura ágil, esbelta y nada angulosa recordaba a una sílfide; era muy bonita, vivaz y obstinada, y tenía un encanto irresistible que empujaba a todos a ceder alegremente ante ella. Angeline parecía su hermana mayor: se ocupaba de ella y le consentía todos los caprichos; una palabra o una sonrisa de Faustina lo podían todo. «La quiero demasiado -decía a veces-, pero soportaría cualquier cosa antes que ver una lágrima en sus ojos.» Era propio de Angeline no expresar sus sentimientos; los guardaba en su interior, donde crecían hasta convertirse en pasiones. Pero unos excelentes principios y la devoción más sincera impedían que la joven se viera dominada por ellas.

Angeline se había quedado huérfana tres años antes, cuando había muerto su madre, y Faustina y ella se habían trasladado al convento de Santa Anna, en la ciudad de Este; pero un año más tarde, Faustina, que entonces tenía quince años, había sido enviada a completar su educación a un famoso convento de Venecia, cuyas aristocráticas puertas estaban cerradas a su humilde compañera. Ahora, a los diecisiete años, después de finalizar sus estudios, había vuelto a casa; y se disponía a pasar los meses de septiembre y octubre en Villa Moncenigo con su padre. Los dos habían llegado aquella misma noche, y Angeline había salido del convento para ver y abrazar a su amiga del alma.

Había algo muy maternal en los sentimientos de Angeline; cinco años es una diferencia considerable entre los diez y los quince años, y muy grande entre los diecisiete y los veintidós.

«Mi querida niña -pensaba Angeline, mientras iba andando-, debe de haber crecido mucho, e imagino que estará más hermosa que nunca. ¡Qué ganas tengo de verla, con su dulce y pícara sonrisa! Me gustaría saber si ha encontrado a alguien que la mimara tanto como yo en su convento veneciano... alguien que asumiera la responsabilidad de sus faltas y que le consintiera sus caprichos. ¡Ah, aquellos días no volverán! Ahora estará pensando en el matrimonio... Me pregunto si habrá sentido algo parecido al amor -suspiró-. Pronto lo sabré... estoy segura de que me lo contará todo. Ojalá pudiera abrirle mi corazón... detesto tanto secreto y tanto misterio; pero he de cumplir mi promesa, y dentro de un mes habrá acabado todo... dentro de un mes conoceré mi destino. ¡Dentro de un mes! ¿Lo veré a él entonces? ¿Volveré a verlo algún día? Pero será mejor que olvide todo eso y piense únicamente en Faustina... ¡mi dulce y entrañable Faustina!»

Angeline subía lentamente la colina cuando oyó que alguien la llamaba; y en la terraza que dominaba el camino, apoyada en la balaustrada, se hallaba la querida destinataria de sus pensamientos, la bonita Faustina, la pequeña hada... en la flor de la vida, sonriendo de felicidad. Angeline sintió un cariño aún mayor por ella.

No tardaron en abrazarse; Faustina reía con ojos chispeantes, y empezó a contarle todo lo sucedido en aquellos dos años, y se mostró obstinada e infantil, aunque tan encantadora y cariñosa como siempre. Angeline la escuchó con alegría, contemplando extasiada y en silencio los hoyuelos de sus mejillas, el brillo de sus ojos y la gracia de sus ademanes. No habría tenido tiempo de contarle su historia aunque hubiese querido, Faustina hablaba tan deprisa...

-¿Sabes, Angelinetta mía -exclamó-, que me casaré este invierno?

-Y ¿quién será tu señor esposo?

-Todavía no lo sé; pero lo encontraré en el próximo carnaval. Debe ser muy noble y muy rico, dice papá; y yo digo que debe ser muy joven, tener buen carácter y dejarme hacer lo que yo quiera, como siempre has hecho tú, querida Angeline.

Finalmente, Angeline se levantó para despedirse. A Faustina no le agradó que se marchara -quería que pasara la noche con ella-, y señaló que enviaría a alguien al convento para conseguir permiso de la priora. Pero Angeline, sabiendo que esto era imposible, estaba decidida a irse y convenció a su amiga de que la dejara partir. Al día siguiente, Faustina visitaría personalmente el convento para ver a sus antiguas amistades, y Angeline podría regresar con ella por la noche si lo permitía la priora. Una vez discutido este plan, las dos jóvenes se separaron con un abrazo; y, mientras bajaba con paso ligero, Angeline levantó la mirada y vio cómo Faustina, muy sonriente, le decía adiós con la mano desde la terraza. Angeline estaba encantada con su amabilidad, su hermosura, la animación y viveza de su conducta y de su conversación. Faustina ocupó al principio todos sus pensamientos, pero, en una curva del camino, cierta circunstancia le trajo otros recuerdos. «¡Oh, qué feliz seré si él demuestra haberme sido fiel! -pensó-. ¡Con Faustina e Ippolito, será como vivir en el Paraíso!»

Y luego rememoró cuanto había ocurrido en los dos últimos años. Del modo más breve posible, seguiremos su ejemplo.

Cuando Faustina partió para Venecia, Angeline se quedó sola en el convento. Aunque era una persona retraída, Camilla della Toretta, una joven dama de Bolonia, se convirtió en su mejor amiga. El hermano de Camilla vino a visitarla, y Angeline la acompañó al locutorio para recibirlo. Hipólito se enamoró desesperadamente de ella, y consiguió que Angeline le correspondiera. Todos los sentimientos de la joven eran sinceros y apasionados; sin embargo, sabía atemperarlos, y su conducta fue irreprochable. Hipólito, por el contrario, era impetuoso y vehemente: la amaba ardientemente y no podía tolerar que nada se opusiera a sus deseos. Decidió contraer matrimonio, pero, como pertenecía a la nobleza, temía la desaprobación de su padre. Mas era necesario pedir su consentimiento; y el anciano aristócrata, presa del temor y de la indignación, llegó a Este, dispuesto a adoptar cualquier medida que separase para siempre a los dos enamorados. La dulzura y la bondad de Angeline mitigaron su cólera, y el abatimiento de su hijo le movió a compasión. Desaprobaba el matrimonio, pero comprendía que Hipólito deseara unirse a tanta hermosura y gentileza. Pero después pensó que su hijo era muy joven y podía cambiar de parecer, y se reprochó a sí mismo haber dado tan fácilmente su consentimiento. Por ese motivo llegó a un compromiso: les daría su bendición un año más tarde, siempre que la joven pareja se comprometiera, con el más solemne juramento, a no verse ni escribirse durante ese intervalo. Quedó sobreentendido que sería un año de prueba; y que no habría ningún compromiso hasta que éste expirara, y si permanecían fieles, su constancia sería premiada. No hay duda de que el padre creía, e incluso esperaba, que, en aquel período de ausencia, los sentimientos de Hipólito cambiarían, y que éste entablaría una relación más conveniente.

Arrodillados ante una cruz, los dos enamorados prometieron un año de silencio y de separación; Angeline, con los ojos iluminados por la gratitud y la esperanza; Hipólito, lleno de rabia y desesperación por aquella interrupción de su felicidad, que jamás habría aceptado si Angeline no hubiera empleado todas sus dotes de persuasión y de mando para convencerlo; pues la joven había afirmado que, a menos que obedeciera a su padre, ella se encerraría en su celda, y se convertiría voluntariamente en una prisionera, hasta que terminara el tiempo prescrito. De modo que Hipólito prestó juramento e inmediatamente después partió hacia París.

Faltaba sólo un mes para que expirara el año, y no es de extrañar que los pensamientos de Angeline pasaran de su dulce Faustina al destino que la esperaba. Además del voto de ausencia, habían prometido mantener su compromiso y cuanto se relacionaba con él en el más profundo secreto durante ese período. Angeline accedió de buena gana (pues su amiga se hallaba lejos) a guardar silencio hasta que transcurriera el año; pero Faustina había regresado, y ella sentía el peso de aquel secreto en su conciencia. Pero no importaba: tenía que cumplir su palabra.

Ensimismada en sus pensamientos, había llegado al pie de la colina y empezaba a subir la ladera que conducía a la ciudad de Este cuando en los viñedos que bordeaban un lado del camino oyó un ruido... de pisadas... y una voz conocida que pronunciaba su nombre.

-¡Virgen Santa! ¡Hipólito! -exclamó-. ¿Es ésta tu promesa?

-Y ¿es éste tu recibimiento? -respondió él en tono de reproche-. ¡Qué cruel eres! Como no soy lo bastante frío para seguir alejado... como este último mes ha durado una intolerable eternidad, te alejas de mí... deseas que me vaya. Son ciertos, entonces, los rumores... ¡amas a otro! ¡Ah! Mi viaje no será en vano... descubriré quién es y me vengaré de tu falsedad.

Angeline le lanzó una mirada de asombro y desaprobación; pero guardó silenció y prosiguió su camino. Tenía miedo de romper su juramento, y que la maldición del cielo cayera sobre su unión. Decidió que nada le induciría a decir otra palabra; si seguía fiel a la promesa, perdonarían a Hipólito por haberla incumplido. Caminó muy deprisa, sintiéndose alegre y desgraciada al mismo tiempo... aunque esto no es exacto... lo que le embargaba era una felicidad sincera, absorbente; pero temía en cierto modo la cólera de su amado, y sobre todo las terribles consecuencias que podría tener la ruptura de su solemne voto. Sus ojos resplandecían de amor y de dicha, pero sus labios parecían sellados; y, resuelta a no decir nada, escondió el rostro bajo su faziola, para que él no pudiera verlo, y continuó andando con la vista clavada en el suelo. Loco de ira, vertiendo torrentes de reproches, Hipólito se mantuvo a su lado, ora reprochándole su infidelidad, ora jurando venganza, o describiendo y elogiando su propia constancia y su amor inalterable. Era un tema muy grato, aunque peligroso. Angeline tuvo la tentación de decirle más de mil veces que sus sentimientos no habían cambiado; pero logró reprimir ese deseo y, cogiendo el rosario en sus manos, empezó a rezar. Se acercaban a la ciudad y, consciente de que no podría convencerla, Hipólito decidió finalmente alejarse de ella, afirmando que descubriría a su rival, y se vengaría por su crueldad e indiferencia. Angeline entró en el convento, corrió a su celda y, poniéndose de rodillas, pidió a Dios que perdonara a su amado por romper la promesa; luego, radiante de felicidad por la prueba que él le había dado de su constancia, y recordando lo poco que faltaba para que su dicha fuera perfecta, apoyó la cabeza en sus brazos y se sumió en una especie de ensueño celestial. Había librado una amarga lucha resistiéndose a las súplicas del joven, pero sus dudas se habían disipado: él le había sido fiel y, en la fecha acordada, vendría a buscarla; y ella, que durante aquel largo año le había amado con ferviente, aunque callada, devoción, ¡se vería recompensada! Se sentía segura... agradecida al cielo... feliz. ¡Pobre Angeline!

Al día siguiente, Faustina fue al convento: las monjas se apiñaron a su alrededor. «Quanto é bellina», exclamó una. «E tanta carina!», dijo otra. «S’é fatta la sposina?»... ¿Está ya prometida en matrimonio?, preguntó una tercera. Faustina respondía con sonrisas y caricias, bromas inocentes y risas. Las monjas la idolatraban; y Angeline estaba a su lado, admirando a su encantadora amiga y disfrutando de los elogios que le prodigaban. Finalmente, Faustina tuvo que partir; y Angeline, tal como habían previsto, consiguió permiso para acompañarla.

-Puedes ir a la villa con Faustina, pero no quedarte allí a pasar la noche -señaló la priora, pues iba en contra de las reglas del convento.

Faustina suplicó, protestó y consiguió, mediante halagos, que dejara regresar a su amiga al día siguiente. Entonces iniciaron el regreso juntas, acompañadas de una vieja criada, una especie de señora de compañía. Mientras andaban, un caballero las adelantó a caballo.

-¡Qué guapo es! -exclamó Faustina-. ¿Quién será?

Angeline se puso roja como la grana, pues se dio cuenta de que era Hipólito. Él pasó a gran velocidad, y no tardaron en perderlo de vista. Estaban subiendo la ladera, y ya casi divisaban la villa, cuando les alarmó oír toda clase de gritos, berridos y bramidos, como si unas bestias salvajes o unos locos, o todos a la vez, hubieran escapado de sus guaridas y manicomios. Faustina palideció; y pronto su amiga estuvo tan asustada como ella, pues vio un búfalo, escapado de su yugo, que se lanzaba colina abajo, llenando el aire de rugidos, perseguido por un grupo de contadini chillando y dando alaridos... y enfilaba directamente hacia las dos amigas. La anciana acompañanta exclamó: «O, Gesu Maria!» y se tiró al suelo. Faustina lanzó un grito desgarrador y cogió a Angeline por la cintura; ésta se puso delante de su aterrorizada amiga, dispuesta a afrontar ella todo el peligro para salvarla... y el animal se acercaba. En ese momento, el caballero bajó galopando la ladera, adelantó al búfalo y dándose media vuelta, se enfrentó al animal salvaje con valentía. Con un bramido feroz, la bestia se desvió bruscamente a un lado y cogió un sendero que salía a la izquierda; pero el caballo, despavorido, se encabritó, arrojó el jinete al suelo y huyó a galope tendido colina abajo. El caballero quedó tendido en el suelo, completamente inmóvil.

Le llegó entonces el turno de gritar a Angeline; y ella y Faustina corrieron angustiadas hacia su salvador. Mientras esta última le daba aire con el enorme abanico verde que llevan las damas italianas para protegerse del sol, Angeline se apresuró a ir a buscar agua. A los pocos minutos, el color volvió a las mejillas del joven, que abrió los ojos; y entonces vio a la hermosa Faustina e intentó levantarse. Angeline apareció en ese instante y, ofreciéndole agua en una calabaza, la acercó a sus labios. Él apretó su mano, y ella la retiró. Fue entonces cuando la anciana Caterina, extrañada de aquel silencio, empezó a mirar a su alrededor y, al ver que sólo estaban las dos jóvenes inclinadas sobre un hombre en el suelo, se levantó y fue a reunirse con ellas.

-¡Se está usted muriendo! -exclamó Faustina-. Me ha salvado la vida y se ha matado por ello.

Hipólito trató de sonreír.

-No, no me estoy muriendo -dijo-, pero estoy herido.

-¿Dónde? ¿Cómo? -gritó Angeline-. Mi querida Faustina, enviemos a buscar un carruaje y llevémoslo a la villa.

-¡Oh, sí! -repuso Faustina-. Vamos, Caterina, corre... dile a papá lo ocurrido... que un joven caballero se ha matado por salvarme la vida.

-No me he matado -le interrumpió Hipólito-; sólo me he roto el brazo y, tal vez, la pierna.

Angeline adquirió una palidez cadavérica y se dejó caer al suelo.

-Pero morirá antes de que consigamos ayuda -afirmó Faustina-; esa estúpida Caterina es más lenta que una tortuga.

-Iré yo a la villa -exclamó Angeline-, Caterina se quedará contigo y con Ip... Buon Dio! ¿Qué estoy diciendo?

Se alejó presurosa y dejó a Faustina abanicando a su amado, que volvió a sentirse muy débil. En seguida se dio la alarma en la villa, el señor Conde envió a buscar un médico y ordenó que sacaran un colchón, entre cuatro hombres, para ir en ayuda de Hipólito. Angeline se quedó en la casa; por fin pudo abandonarse a sus sentimientos y llorar amargamente, abrumada por el miedo y el dolor.

-¿Oh, por qué rompería su promesa para ser castigado? ¡Ojalá pudiera yo expiar su culpa! -se lamentó.

No tardó, sin embargo, en recobrar el ánimo; y, cuando entraron con Hipólito, le había preparado la cama y había cogido las vendas que había creído necesarias. Pronto llegó el médico; y vio que el brazo izquierdo estaba claramente roto, pero que la pierna no había sufrido más que una contusión. Entonces redujo la fractura, sangró al paciente y, dándole una pócima para serenarlo, ordenó que estuviera tranquilo. Angeline pasó toda la noche a su lado, pero Hipólito durmió profundamente y no se dio cuenta de su presencia. Jamás lo había amado tanto. Comprendió que su desgracia, sin duda fortuita, hacía honor al cariño que sentía por ella, y contempló su hermoso rostro, apaciblemente dormido.

«¡Que el cielo guarde al amante más leal que jamás haya bendecido las promesas de una joven», pensó.

A la mañana siguiente, Hipólito se despertó sin fiebre y muy animado. La herida de la pierna apenas le dolía, y quería levantarse; recibió la visita del médico, quien le rogó que guardara cama un día o dos para evitar una infección, y le aseguró que se curaría antes si obedecía sus órdenes sin reservas. Angeline pasó el día en la villa, pero no volvió a verlo. Faustina no dejó de hablar de su valentía, heroísmo y simpatía. Ella era la heroína de la historia. El caballero había arriesgado su vida por ella; era ella a quien había salvado. Angeline sonrió un poco ante su egotismo y pensó que se sentiría humillada si le contaba la verdad; así que guardó silencio. Por la noche, se vio obligada a regresar al convento; ¿entraría a despedirse de Hipólito? ¿Era correcto? ¿No significaba romper su promesa? Y, sin embargo, ¿cómo resistirse a hacerlo? Así, pues, entró en la habitación y se acercó sigilosamente a él; Hipólito oyó sus pasos, levantó ilusionado la mirada y sus ojos reflejaron cierta decepción.

-¡Adiós, Hipólito! -dijo Angeline-. He de volver al convento. Si empeoras, ¡Dios nos libre!, vendré a cuidarte y atenderte, y moriré contigo; si te restableces, como parece ser la voluntad divina, antes de un mes te daré las gracias como mereces. ¡Adiós, querido Hipólito!

-¡Adiós, querida Angeline! Cuanto piensas es bueno y justo, y tu conciencia lo aprueba: no temas por mí. Siento mi cuerpo lleno de salud y de vigor, y, puesto que tú y tu dulce amiga están a salvo, ¡benditas sean las incomodidades y los dolores que sufro! ¡Adiós! Pero espera, Angeline, tan sólo unas palabras... mi padre, según he oído, se llevó a Camilla de vuelta a Bolonia el año pasado... ¿ustedes se escriben, tal vez?

-Te equivocas, Hipólito; de acuerdo con los deseos del Marqués, no hemos intercambiado ninguna carta.

-Has obedecido tanto en la amistad como en el amor... ¡qué bondadosa eres! Pero yo también quiero que me hagas una promesa... ¿la cumplirás con la misma firmeza que la de mi padre?

-Si no va en contra de nuestro voto...

-¡De nuestro voto!. ¡Pareces una novicia! ¿Acaso nuestros votos tienen tanto valor? No, no va en contra de nuestro voto; sólo te pido que no escribas a Camilla o a mi padre, ni dejes que este accidente llegue a sus oídos. Les inquietaría inútilmente... ¿me lo prometes?

-Te prometo que no les enviaré ninguna carta sin tu permiso.

-Y yo confío en que serás fiel a tu palabra, de igual modo que lo has sido a tu promesa. Adiós, Angeline. ¡Cómo! ¿Te vas sin un beso?

La joven se apresuró a salir del cuarto para no ceder a la tentación; pues acceder a aquella demanda habría sido un quebrantamiento mucho mayor de su promesa que cualquiera de los ya perpetrados.

Regresó a Este, preocupada y, sin embargo, alegre; convencida de la lealtad de su amado y rezando fervorosamente para que no tardara en recuperarse. Durante varios días acudió regularmente a Villa Moncenigo para preguntar por su salud, y se enteró de que el joven mejoraba poco a poco; finalmente, le comunicaron que Hipólito tenía permiso para abandonar su habitación. Faustina le dio la noticia, con los ojos brillantes de alegría. Hablaba sin cesar de su caballero, así le llamaba, y de la gratitud y admiración que sentía por él. Lo había visitado a diario acompañada de su padre, y siempre tenía alguna nueva historia que contar sobre su ingenio, elegancia y amables cumplidos. Ahora que él podía reunirse con ellos en la sala, se sentía doblemente feliz. Después de recibir esa información, Angeline renunció a sus visitas diarias, ya que corría el peligro de encontrarse con su amado. Enviaba todos los días a alguien y tenía noticias de su restablecimiento; y todos los días recibía un mensaje de su amiga, invitándola a Villa Moncenigo. Pero ella se mantuvo firme: sentía que obraba bien. Y, aunque temía que él estuviera enfadado, sabía que trascurridos quince días -lo que quedaba del mes- podría expresarle sus verdaderos sentimientos; y, como él la amaba, la perdonaría en seguida. No llevaba ningún peso en el corazón, nada que no fuera gratitud y alegría.

Todos los días, Faustina le suplicaba que fuera y, aunque sus ruegos se volvieron cada vez más apremiantes, Angeline siguió dándole excusas. Una mañana su joven amiga entró atropelladamente en su celda para llenarla de reproches y mostrarle su extrañeza por su ausencia. Angeline se vio obligada a prometer que la visitaría; y entonces se interesó por el caballero, a fin de descubrir cuál era la mejor hora para evitar su encuentro. Faustina se sonrojó... un adorable rubor se extendió por todo su rostro mientras exclamaba:

-¡Oh, Angeline! ¡Quiero que vengas por él!

Angeline enrojeció a su vez, temiendo que Hipólito hubiera traicionado su secreto, y se apresuró a decir:

-¿Te ha dicho algo?

-Nada -respondió alegremente su amiga-; por eso te necesito. ¡Oh, Angeline! Papá me preguntó ayer si Hipólito me gustaba, y añadió que, si su padre lo aprobaba, no veía ninguna razón por la que no pudiéramos casarnos. Tampoco yo... pero ¿me querrá él? Oh, si no me ama, no dejaré que se hable del asunto, ni que pregunten a su padre... ¡no me casaría con él por nada del mundo!

Y los ojos de la delicada joven se llenaron de lágrimas, y se arrojó a los brazos de Angeline.

«Pobre Faustina -pensó su amiga-, ¿seré yo la causante de su sufrimiento?»

Y empezó a acariciarla y a besarla con palabras cariñosas y tranquilizadoras. Faustina prosiguió. Estaba convencida, dijo, de que Hipólito la amaba. Angeline se sobresaltó al oír su nombre así pronunciado por otra mujer; y palideció y se estremeció mientras se esforzaba por no traicionarse a sí misma. El joven no daba demasiadas muestras de amor, pero parecía tan feliz cuando ella entraba, e insistía tanto en que se quedara... y luego sus ojos...

-¿En alguna ocasión te ha dicho algo de mí? -inquirió Angeline.

-No... ¿por qué iba a hacerlo? -replicó Faustina.

-Me salvó la vida -contestó su amiga, ruborizándose.

-¿De veras? ¿Cuándo? ¡Oh, sí, ahora lo recuerdo! Sólo pensaba en mí; pero lo cierto es que tu peligro fue tan grande... no, más grande, pues me protegiste con tu cuerpo. Mi amiga del alma, no soy una desagradecida, aunque Hipólito me vuelva tan olvidadiza...

Todo esto sorprendió, mejor dicho, dejó estupefacta a Angeline. No dudó de la fidelidad de su amado, pero temió por la felicidad de su amiga, y cualquier idea que se le ocurría daba paso a ese sentimiento... Prometió visitar a Faustina aquella misma tarde.

Y ahí está de nuevo, subiendo lentamente la colina, con el corazón encogido a causa de Faustina, confiando en que su amor repentino y no correspondido no comprometa su felicidad futura. Al doblar una curva, cerca de la villa, oyó que la llamaban; y, cuando levantó los ojos, volvió a contemplar, asomado a la balaustrada, el rostro sonriente de su hermosa amiga; e Hipólito estaba junto a ella. El joven se sobresaltó y dio un paso atrás cuando sus miradas se encontraron. Angeline había ido decidida a ponerle en guardia, y estaba ideando el mejor modo de explicarle las cosas sin comprometer a su amiga. Fue una labor inútil; cuando entró en el salón, Hipólito se había marchado, y no volvió a aparecer.

«No querrá romper su promesa», pensó Angeline.

Pero se quedó terriblemente angustiada por su amiga, y muy confusa. Faustina sólo podía hablar de su caballero. Angeline estaba llena de remordimientos, y no sabía qué hacer. ¿Debía revelar la situación a su amiga? Quizá fuera lo mejor, y, sin embargo, le parecía muy difícil; además, a veces tenía casi la sospecha de que Hipólito la había traicionado. El pensamiento venía acompañado de un dolor punzante que luego desaparecía, hasta que creyó enloquecer, y fue incapaz de dominar su voz. Regresó al convento más inquieta y acongojada que nunca.

Visitó la villa en dos ocasiones, e Hipólito volvió a eludirla; y el relato de Faustina sobre el modo en que él la trataba se tornó más inexplicable. Una y otra vez, el miedo de haberlo perdido la atormentó; y de nuevo se tranquilizó a sí misma pensando que su alejamiento y su silencio eran debidos al juramento, y que su misterioso comportamiento con Faustina sólo existía en la imaginación de la joven. No dejaba de dar vueltas al modo en que debía comportarse, mientras el apetito y el sueño la abandonaban; finalmente, cayó demasiado enferma para ir a la villa y, durante dos días, se vio obligada a guardar cama. En aquellas horas febriles, sin fuerzas para moverse, y desconsolada por la suerte de Faustina, tomó la decisión de escribir a Hipólito. Él se negaría a verla, así que no tenía otro modo de comunicarse. Su promesa lo prohibía, pero la habían roto ya de tantas maneras... Además, no lo hacía por ella, sino por su querida amiga. Pero, ¿qué pasaría si su carta llegaba a manos extrañas? ¿Y si Hipólito pensaba abandonarla por Faustina? Entonces el secreto quedaría enterrado para siempre en su corazón. Por ese motivo, resolvió escribir su misiva sin que nada la traicionara ante una tercera persona. No fue una tarea fácil, pero finalmente la llevó a cabo.

El señor caballero sabría disculparla, confiaba. Ella era... siempre había sido como una madre para la señorita Faustina... la amaba más que a su vida. El señor caballero estaba actuando, quizá, de un modo irreflexivo. ¿Comprendía sus palabras? Y, aunque no tuviese ninguna intención, la gente haría conjeturas. Todo cuanto le pedía era permiso para escribir a su padre, a fin de que aquella situación de incertidumbre y misterio terminara lo antes posible.

Angeline rompió diez notas... y, aunque no estaba satisfecha con esta última, la cerró; y luego se arrastró fuera de la cama para enviarla inmediatamente por correo.

Aquel acto de valentía tranquilizó su ánimo, y fue muy beneficioso para su salud. Al día siguiente se sentía tan bien que decidió ir a la villa para descubrir el efecto que había producido su carta. Con el corazón palpitante, subió la ladera y, al doblar la curva de siempre, levantó la mirada. No había ninguna Faustina en la balaustrada. Y no era de extrañar, pues nadie la esperaba; sin embargo, sin saber por qué, se sintió muy desgraciada y los ojos se le llenaron de lágrimas.

«Si pudiera ver a Hipólito un momento... y él me diera la más pequeña explicación, ¡todo se arreglaría!», caviló.

Con esos pensamientos llegó a la villa y entró en el salón. Oyó unos pasos rápidos, como si alguien huyera de ella. Faustina estaba sentada delante de una mesa leyendo una carta... sus mejillas rojas como la grana, su pecho palpitando de agitación. El sombrero y la capa de Hipólito se hallaban a su lado, e indicaban que acababa de abandonar precipitadamente la estancia. La joven se volvió... divisó a Angeline... sus ojos despidieron fuego... y arrojó la misiva que estaba leyendo a los pies de su amiga; Angeline comprendió que era la suya.

-¡Cógela! -dijo Faustina-. Te pertenece. Por qué motivo la has escrito... y qué significa... es algo que no preguntaré. Ha sido algo despreciable por tu parte, además de inútil, te lo aseguro... No soy alguien que entregue su corazón antes de que se lo pidan, ni que pueda ser rechazada cuando mi padre me ofrece en matrimonio. Coge tu carta, Angeline. ¡Oh! ¡Yo nunca creí que te comportarías así conmigo!

Angeline seguía allí como si la escuchara, pero no oía una sola palabra; completamente inmóvil... las manos enlazadas con fuerza, los ojos anegados en lágrimas y fijos en su carta.

-Te digo que la cojas -exclamó Faustina con impaciencia, dando una patada en el suelo con su pequeño pie-; ha llegado demasiado tarde, fueran cuales fueran tus intenciones. Hipólito ha escrito a su padre pidiéndole su consentimiento para nuestra boda; mi padre también lo ha hecho.

Angeline se estremeció y miró con ojos desorbitados a su amiga.

-¡Es cierto! ¿Acaso lo dudas? ¿Quieres que llame a Ippolito para que confirme mis palabras?

Faustina se dirigió a ella exultante. Angeline, muda de espanto, se apresuró a coger la carta; y abandonó la sala... y la casa; bajó la colina y regresó al convento. Con el corazón al rojo vivo, sintió su cuerpo poseído por un espíritu que no era el suyo: no lloraba, pero sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas... y sus miembros se contraían espasmódicamente. Corrió a su celda, se arrojó al suelo, y entonces pudo estallar en llanto; después de derramar torrentes de lágrimas, consiguió rezar, y más tarde... cuando recordó que su sueño de felicidad había terminado para siempre, deseó la muerte.

A la mañana siguiente, abrió los ojos de mala gana y se levantó. Era de día; y todos debían levantarse y seguir adelante, y ella entre los demás, aunque el sol ya no brillase como antes y el dolor convirtiera su vida en un tormento. No pudo evitar sobresaltarse cuando, poco después, le informaron que un caballero deseaba verla. Buscó refugio en un rincón, y rehusó bajar al locutorio. La portera regresó un cuarto de hora más tarde. El joven se había marchado, pero le había escrito una nota; y le entregó la misiva. Estaba sobre la mesa, delante de Angeline... pero le traía sin cuidado abrirla... todo había terminado, y no necesitaba aquella confirmación. Finalmente, muy despacio, y no sin esfuerzo, rompió el sello. Estaba fechada el día en que expiraba el año. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y entonces nació en su corazón la cruel esperanza de que todo fuera un sueño, y de que ahora que la Prueba de Amor llegaba a su fin, él la reclamara como suya. Empujada por esta incierta suposición, se enjugó las lágrimas y leyó las siguientes palabras:

He venido a excusarme por mi bajeza. Rehúsas verme y yo te escribo; pues, aunque siempre seré un hombre despreciable para ti, no pareceré peor de lo que soy. Recibí tu carta en presencia de Faustina y ella reconoció tu letra. Conoces bien su obstinación, su impetuosidad; no pude impedir que me la arrebatara. No añadiré nada más. Debes de odiarme; y, sin embargo, tendrías que compadecerme, pues soy muy desdichado. Mi honor está ahora comprometido; todo terminó antes de que yo empezara a ser consciente del peligro... pero ya no se puede hacer nada. No encontraré la paz hasta que me perdones, y, sin embargo, merezco tu maldición. Faustina no sabe nada de nuestro secreto. Adiós.

El papel cayó de las manos de Angeline.

Sería inútil describir los diversos sufrimientos que soportó la infortunada joven. Su piedad, resignación y carácter noble y generoso acudieron en su ayuda, y le sirvieron de apoyo cuando sentía que sin ellos podía morir. Faustina le escribió para decirle que le hubiera gustado verla, pero que Hipólito era reacio a la idea. Habían recibido la respuesta del marqués de la Toretta, un feliz consentimiento; pero el anciano se hallaba enfermo y todos se marchaban a Bolonia. A la vuelta, hablarían.

Su partida ofreció cierto consuelo a la desdichada joven. Y no tardó en prodigárselo también una carta del padre de Hipólito, llena de alabanzas de su conducta. Su hijo se lo había confesado todo, escribía; ella era un ángel... el cielo la premiaría, pero su recompensa sería aun mayor si se dignaba perdonar a su infiel enamorado. Responder a esa misiva alivió el dolor de la joven, que desahogó su pena y los pensamientos que la atormentaban escribiéndola. Perdonó de buen grado a Hipólito, y rezó para que él y su adorable esposa gozaran de todas las bendiciones.

Hipólito y Faustina contrajeron matrimonio y pasaron dos o tres años en París y en el sur de Italia. Ella fue inmensamente feliz al principio; pero pronto el mundo cruel y el carácter ligero e inconstante de su marido infligieron mil heridas en su joven corazón. Echaba de menos la amistad y la comprensión de Angeline; apoyar la cabeza en su pecho y ser consolada por ella. Propuso una visita a Venecia, Hipólito accedió y, de camino, pasaron por Este. Angeline había tomado el hábito en el convento de Santa Anna. Se sintió muy complacida, por no decir feliz, de su visita; escuchó con gran sorpresa las penas de Faustina, y se esforzó por consolarla. También vio a Hipólito con enorme serenidad, pues sus sentimientos habían cambiado; no era el ser que ella había amado, y comprendió que, de haberse casado con él, con su profunda sensibilidad y sus elevadas ideas sobre el honor, se habría sentido incluso más decepcionada que Faustina.

La pareja llevó la vida que suelen llevar los matrimonios italianos. Él era amante de las diversiones, inconstante, despreocupado; ella se consolaba con un cavaliere servente. Angeline, consagrada a Dios, se asombraba de todo aquello; y de que alguien pudiera cambiar, con tanta ligereza sus afectos, para ella tan sagrados e inmutables.

Mary Wollstonecraft Shelley.

La Muerte y la Condesa

La Muerte y la Condesa.
The dead and the countess, Gertrude Atherton.

Era un viejo cementerio, y ellos habían estado largo tiempo muertos. Los últimos habían sido colocados en el nuevo camposanto, sobre la colina, cerca de Bois D'Amour y cerca de los sonidos de las campanas que llaman a la gente a misa. Pero la pequeña iglesia donde se celebraba el oficio, seguía fielmente al lado de los viejos muertos; sin embargo, en ese rincón olvidado de Finisterre, no se construían nuevas iglesias desde hace siglos, dado que la pequeña plaza sobre la que tenía que elevarse el calvario de sus piedras, estaba rodeada de casitas grises; además, el castillo de la torre redonda, que se eregía cruzando el río, había sido construído por los Condes de Croisac. Pero los muros de piedra que encerraban aquel gran cementerio habían sido cuidados y estaban en buen estado. En el cementerio no había malezas, lozas movidas o lápidas rotas. Se lo veía frío y desolado, como todos los cementerios de Bretaña.

Algunas veces se parecía a un cuadro de gran belleza. Cuando los aldeanos celebraban el perdón anual, una gran procesión (sacerdotes con relucientes sotanas, jóvenes en sus trajes de gala, todos con fulgurantes estandartes, doncellas vestidas suntuosamente), salía de la iglesia y marchaba cantando a lo largo del camino que bordeaba la pared del cementerio, donde descansan sus ancestros, los mismos que en su momento llevaron los estandartes y cantaron el servicio del perdón. Ya que los muertos eran campesinos y sacerdotes (los Croisacs tenían su propio cementerio en una hondonada de las colinas que había detrás del castillo), viejos y mujeres que habían llorado y muerto por aquellos pescadores que se habían ido y jamás regresaron. Aquellos que caminaban frente a los muertos por el perdón, o luego de una ceremonia de matrimonio, o tomaban parte en alguna de las festividades religiosas menores con que la aldea Católica vivificaba su existencia, todos, jóvenes y viejos, se veían serios y tristes. Desde las mujeres hasta los niños sabían que su destino les esperaba, y los hombres que el océano es traicionero y cruel.
Consecuentemente los vivos tenían poca simpatía por los muertos que les habían dejado tal agobiante carga; y los muertos bajo sus piedras, bastante satisfacción. No había envidia entre ellos por los jóvenes que vagaban al anochecer y se juraban fidelidad en el Bois d'Amour, solamente sentían piedad por aquellos grupos de mujeres que lavaban sus linos en el arroyo que afluía al río. Parecía como figuras, en el verde libro de la naturaleza, estas mujeres, con sus resplandecientes tocados y collares; pero para los muertos no era mejor envidiarlos, y para las mujeres (y los amantes) no era mejor apiadarse de los muertos.

Los muertos descansaban en sus cajones y agradecían a Dios por la tranquilidad y el hallazgo de la paz sempiterna, por la que ellos habían aguantado pacientemente la vida, fueron tomadas de esta calma.

La aldea era pintoresca, y no había ninguna otra como esta, en toda Finisterre. Los artistas que la descubrieron se hicieron famosos. Luego de los artistas vinieron los turistas, y la vieja y crujiente diligencia se convirtió en un anacronismo. Bretaña era la moda durante tres meses del año y dondequiera que hubiera moda, al menos tenía que haber un ferrocarril. Este se construyó para satisfacer a aquellos que deseaban visitar las bravías y melancólicas bellezas del oeste de Francia, y sus rieles pasaron a un lado del pequeño cementerio de este relato.

Tomó bastante tiempo para que los muertos se despierten. Ellos no escucharon ni el sonido audible de los hombres trabajando ni siquiera el primer resoplido de la locomotora. Y, por supuesto, tampoco escucharon o supieron de las súplicas del viejo cura para que la línea se construya en otro sitio. Una noche, él marchó al viejo cementerio, se sentó en una tumba, y se puso a llorar. Él amaba a sus muertos y sentía que era una pena que la codicia de dinero, la fiebre del viaje, y la mezquina ambición de hombres cuyos lugares eran la gran ciudad, donde nacían sus ambiciones, quebraran para siempre la sagrada calma de aquellos que habían sufrido tanto en la tierra. Él había conocido a muchos de ellos en vida, ya que era muy viejo; y a pesar que, como todos los buenos Católicos, él creía en la existencia del cielo, el purgatorio y el infierno, siempre había visto a sus amigos antes de enterrarlos, pacíficamente dormidos en sus ataúdes, las almas reposando con las manos plegadas, como los cuerpos que las poseyeron, pacientemente, esperando el llamado final. Él jamás lo habría contado, el bueno y viejo cura, que creía que el cielo era un gigantesco palacio, en el que Dios y los arcángeles moraban esperando por el gran día, cuando las almas selectas de los muertos se elevarían y entrarían bajo la Presencia. Era un viejo que había leído y pensado poco, pero tenía una fantasía zigzageante en su humilde mente, que era ver a sus ancestros y amigos, cuerpos y almas en el profundo ensueño de la muerte, pero dormidos, no con cuerpos putrefactos, abandonados por sus atemorizados compañeros; y a todos quienes ahí dormían, tarde o temprano, les llegaría el momento de despertar.

Él sabía que ellos habían dormido a través de las violentas tormentas que arrebataron las costas de Finisterre, cuando las naves son arrojadas contra las rocas y los árboles caen en el Bois d'Amour. Sabía también que ningún acorde del suave y lento cántico del perdón se había acuñado jamás en sus memorias; ni las gaitas de la villa, cuando sonaban para que la novia y sus amigos bailasen por espacio de tres días.

Todo esto los muertos lo sabían en vida, y ya no podía molestarlos ni interesarlos ahora. ¡Pero ese espantoso intruso de la civilización moderna, un tren de vagones con una locomotora chirriante, eso podía sacudir la tierra que los contenía y hacer pedazos el pacífico aire con tales disonantes sonidos, que impedía que cualquiera, muerto y vivo, durmieran! Su vida había sido una largo y continuo sacrificio, y ahora intentaba en vano imaginar una mejor, ya que asumía de buen grado que este desastre le traería su propia muerte.

Pero el ferrocarril fue construído, y durante la primera noche que el tren pasó desaforadamente, sacudiendo la tierra y haciendo temblar las ventanas de la iglesia, el cura salió y roció cada una de las tumbas con agua bendita.

En lo sucesivo, dos veces al día, al amanecer y al atardecer, luego del paso desgarrante del tren a través de la quietud del paisaje, él iba y rociaba cada tumba, levantándose en ocasiones del lecho de enfermo, y otras veces desafiando viento, lluvia y granizo. Y por un tiempo creyó que este artilugio sagrado podía prolongar el sueño de sus viejos muertos, alejándoles del poder humano de levantarse. Pero una noche los escuchó murmurar.

Ya era tarde. Había algunas pocas estrellas en el cielo negro. Ni una brisa de viento corría por la solitaria campiña, ni siquiera desde el mar. No habría naufragios esa noche, y todo el mundo parecía estar en paz. Las luces iban extinguiéndose de a poco en la aldea. Una, sin embargo, permanecía en la torre de los Croisac, donde se encontraba enferma, guardando cama, la joven esposa del conde. El cura había estado con ella al momento que el tran pasó rugiendo por el cementerio, y ella le había murmurado:

"¡Quisiera estar allí! ¡Oh, este solitario, solitario lugar! ¡Este frío y reverberante castillo, con nadie para hablar, día tras día! Si me mata, que me entierren en el cementerio al lado del camino, donde dos veces al día puedo escuchar el tren pasar, ¡ese tren que viene de París! Si me sepultan en cambio, en la bóveda tras la colina, gritaré en mi ataúd, noche tras noche."

El cura había curado lo mejor que pudo la sufriente alma de la joven noble, con quien él rara vez trataba. Él meditó, y se movió a través del oscuro camino con sus piernas reumáticas, pensando sobre si la mujer tendría el mismo deseo que él mismo.

"Si ella es realmente sincera, pobre chica," pensó en voz alta, "me abstendré de rociar el agua bendita en su tumba. Aquellos que sufren en vida deberían ver cumplidos todos sus deseos luego de la muerte, y me temo que el conde se lo niegue. Pero le rezo a Dios que en mi lecho mortal no llegue a escuchar ese monstruo nocturno." Y plegó su túnica bajo el brazo y rápidamente rezó un rosario.

Pero cuando llegó al cementerio y fue entre las lápidas, con el agua bendita, escuchó a los muertos murmurar.
"Jean-Marie," dijo una voz, palpando el camino entre tonos desusados en busca de las notas olvidadas, "¿estáis listo? Seguro que este es el último llamado?"
"No, no," retumbó otra voz, "ese no es el sonido de una trompeta, François. Será de repente y se oirá fuerte y agudo, como un gran témpano del norte, cuando se zambullle al mar desde los desfiladeros de Islandia. ¿Los recordáis, François? Gracias a Dios que pudimos morir en nuestras camas, rodeados de nuestros nietos y con una única brisa suspirando en el Bois d'Amour. ¡Ah, los pobres amigos que murieron en su juventud! ¿Los recordáis cuando la gran ola cubrió a Ignace, y cuando no lo vimos más? Nos tomamos de las manos, en la creencia que nosotros seguiríamos, pero al final, vivimos y fuimos y volvimos, y morimos en nuestras camas. ¡Gran Dios!"
"¿Por qué pensáis en eso ahora... aquí en la tumba, donde eso ya no importa, ni a los vivos?"
"No lo se; pero fue esa noche cuando Ignace cayó, que pensé que la respiración se me iba. ¿O por qué pensáis que habéis muerto?"

"Por el dinero que debía a Dominique y no pude pagar. Quise que mi hijo lo pagara, pero la muerte vino tan rápido que no pude hablar. Dios sabe como ellos me juzgaron en la villa de St. Hilaire."
"Estáis equivocado," murmuró otra voz. "Morí cuarenta años después que vosotros y los hombres no son recordados tanto en Finisterre. Pero vuestro hijo fue mi amigo y recuerdo que él pagó el dinero."
"Y mi hijo, ¿qué de él? ¿Está él aquí, también?"
"No; él yace en la profundidad del mar del norte. Fue su segundo viaje, y tuvo que regresar la primera vez para alimentar a su esposa. Luego no regresó más, y ella tuvo que lavar en el río para las damas de los Croisac, y tiempo después murió. Yo la hubiera desposado, pero ella dijo que era suficiente haber perdido un marido. Desposé a otra, y ella envejecía diez años cada vez que yo salía. ¡Ay, por Bretaña, ella no tuvo juventud!"
"¿Y tú? ¿Llegásteis a viejo antes de acudir a este lugar?"
"Sesenta. Mi mujer vino primero, como muchas esposas. Ella yace aquí. ¡Jeanne!"
"¿Es esa vuestra voz, mi esposo? ¿No es la del Señor Jesús Cristo? ¿Qué milagro es este? Creo que es el terrible sonido de la trompeta del juicio final."
"No puede ser, vieja Jeanne, ya que aún seguimos en nuestras tumbas. Cuando la trompeta suene, tendremos alas y mantos de luz, y volaremos derecho al cielo. ¿Habéis dormido bien?"
"¡Ay! ¿Pero porque hemos sido despertados? ¿Es la hora del purgatorio? ¿O lo tendremos aquí?"
"El buen Dios sabe. No recuerdo nada. ¿Estáis asustada? Podría tomar vuestra mano, como cuando estábais por deslizarte de la vida al largo sueño que tanto temíais."
"Estoy asustada, mi esposo. Pero es dulce escuchar vuestra voz, hueca y gutural como si proviniera del mismo sepulcro. Gracias al buen Dios que habéis enterrado junto a mí un rosario," y ella comenzó a orar con rapidez.

"Si Dios es bueno," gritó François, con amargura, y su voz llegó descarnadamente a oídos del cura, como si la cubierta del ataúd estuviese podrida, "¿por qué habemos sido despertados antes de nuestro tiempo? ¿Qué mefítico demonio trona y aulla a través de las congeladas avenidas de mi cerebro? ¿Ha sido Dios, quizás, vencido y es el Maligno reina en Su lugar?"
"¡Silencio, silencio! ¡No blasfeméis! Dios reina, ahora y siempre. Esto no es más que un castigo que Él nos ha impuesto por los pecados de la tierra."

"Ciertamente, hemos sido castigados mucho antes que descendamos a la paz de hogar. ¡Ah, pero está oscuro y frío! ¿Quizás tengamos que yacer así por una eternidad? En la tierra duramos hasta que morimos, pero tememos el sepulcro. Quisiera estar vivo de nuevo, pobre y viejo y solo y adolorido. Sería mejor que esto. ¡Maldito sea el demonio apestoso que nos despertó!"
"No maldigas, mi hijo," dijo una voz suave, y el cura se detuvo e hizo la señal de la cruz, ya que era la voz de un añejo predecesor. "No puedo deciros que es aquello que nos sacude de manera descortés en nuestras tumbas y libera nuestros espíritus de su bendita esclavitud, y no me gusta la consciencia de estelugar, estos montones de tierra sobre mi cansado corazón. Pero es cierto, debe ser cierto... "

Un bebé comenzó a lloriquear, y desde otra tumba subió la angustia de una madre intentando calmarlo.

"¡Ah, por el buen Dios!" sollozó. "Yo también pensé que era el sonido del gran llamado, y en este momento tendría que levantarme y encontrar a mi hijo e ir con mi Ignace, cuyos huesos yacen en el fondo del mar. ¿Podrá mi padre encontrarle, cuando los muertos salgan de sus tumbas? ¡Yacer aquí en la duda, esto si que es peor que la vida!"
"Sí, sí," dijo el cura, " todo estará bien, hija."
"Pero no todo está bien, padre, porque mi bebé llora y está solo en una pequeña caja en el suelo. Si pudiera arrancar la tierra para allanarme el paso hacia él... pero mi vieja madre yace entre ambos."

"¡Recen vuestros rosarios!" ordenó el cura, con severidad. "Recen vuestros rosarios, todos ustedes. Todos aquellos que no lo hagan, recen el 'Ave María' cien veces."
Inmediatamente un raudo y monótono murmullo comenzó a ascender desde cada solitaria cámara de aquellas profanadas tierras. Todos, a excepción del bebé, que aún gemía con la inconsolable aflicción del niño abandonado, obedecieron el mandato. El cura sabía que ellos ya no volverían a hablar esa noche, y volvió a la iglesia para ponerse a rezar hasta el amanecer. Estaba enfermo de tanto horror y pavor, pero no por sí mismo. Cuando el cielo estuvo rosado y el aire lleno de las dulces fragancias de la mañana, un penetrante rugido rasgó el silencio matinal. El cura se apresuró en regresar al cementerio y volver a rociar cada tumba esta vez con doble ración de agua bendita. Luego que cesó el temblor de la tierra, el cura puso su oído en el suelo. ¡Ay, aún seguía conmoviéndose!

"El demonio está nuevamente en vuelo", dijo Jean-Marie; "pero luego que pasó me siento como si el dedo del Señor hubiera tocado mi frente. No puede hacernos daño."
"¡Yo también sentí esa caricia celestial!" exclamó el viejo cura. Varios "¡Y yo!" "¡Y yo!" "¡Y yo!" surgieron de cada tumba, a excepción de la del bebé.

El cura, profundamente agradecido que su simple acción los hubiera conformado, marchó con rapidez hacia el castillo. Olvidó que no se interrumpió ni siquiera para dormir. El conde era uno de los directores del ferrocarril, y realizaría una súplica final a él mismo.

Era temprano, pero nadie dormía en Croisac. La joven condesa había fallecido. Un gran obispo había llegado en la noche y le había dado la extrema unción. El cura preguntó si podía presentarse ante el obispo. Luego de una larga espera en la cocina, le ue dicho que podría hablar con Monsieur L'Évêque. Siguió al sirviente a través de la escalera espiral de la torre circular, y luego de sus veintiocho escalones, entró a un salón adornado con tapizados púrpuras estampados con flores de lis doradas. El obispo estaba recostado seis pies por encima del piso, en una de las espléndidas camas talladas contra la pared. Grandes cortinas cubrían su frío y blanquecino rostro. El cura, que era pequeño y respetuoso, sintióse inconmensurablemente más pequeño bajo tan augústea presencia, y pidió la palabra.

"¿Qué deseas, hijo mío?" perguntó el obispo, en su frío y cansado tono de voz. "¿Es algo tan urgente? Estoy muy cansado."
Nervioso, el cura contó su historia, y mientras se esforzaba por transmitir la tragedia de la atormentados muertos, no solamente sentía la pobreza de su expresión (que estaba muy desacostumbrado en utilizar) sino que también le asaltó el pensamiento tortuoso de que aquello que dijera, podría sonar antinatural y descabellado.
Pero el no estaba preparado para causar tal efecto en el obispo. Él estaba parado en el medio de la habitación, cuya lobreguez era acentuada por la deficiente iluminación de los velones de un gran candelabro; sus ojos, que habían estado vagando abstraídamente de una pieza a otra del moblaje labrado, súbitamente se enfocaron en la cama, y él detuvo su relato y enrolló su lengua. El obispo se sentó, lívido de ira.

"¡Y este era vuestro asunto de vida o muerte, loco parloteante!" tronó. "¡Por esta sarta de estupideces soy arrebatado de mi descanso, cómo si yo fuera otro viejo lunático! Tú no eres adecuado para ser sacerdote y cuidar de las almas. Mañana..."
Pero el cura ya había escapado, retorciéndose las manos.

Cuando intentó bajar por las escaleras, chocó con el conde. Monsieur de Croisac había cerrado la puerta detrás suyo. La abrió y, guiando al cura dentro de la habitación, le mostró a su condesa muerta, que yacía con los brazos entrecruzados, despreocupada por siempre de los seis pies de cupidos labrados y margaritas que la cuidaban. Había un alto pedestal a la cabeza y otro a los pies, que tenían candelabros dorados con pálidas llamas. Los tapizados azulados de la habitación, con sus flores de lis blancas, estaban descoloridos, como las alfombras del viejo y gastado piso; ya que el esplendor de los Croisac se había ido con los Borbones. El conde vivía en el viejo chateau porque tenía que hacerlo; pero la noche anterior había reflexionado sobre el error de traer a vivir allí a una joven, y sobre todas aquellas cosas que pudo haber hecho para salvarla de la desesperación y la muerte.

"Rece por ella," dijo al cura. "Y usted la enterrará en el viejo cementerio. Fue su último deseo."
Él salió, y el cura se arrodilló y comenzó a musitar sus oraciones para la muerta. Pero sus ojos discurrían hacia las ventanas, a través de las cuales la condesa habría pasado horas y días mirando, observando a los pescadores zarpando hacia la mar, seguidos por una ribera de esposas y madres, hasta que sus barcos se perdían entre las grandes olas del océano exterior; a menudo miraba el enardecido torrente, o las arboledas, las ruinas, las lluvias cayendo como agujas a través del agua. El cura no había comido nada desde su magro desayuno, a las doce del día anterior, y su imaginación estaba activa. Se preguntó si el alma se regocijaba en la muerte con la belleza del cuerpo inquieto, y de la vehemencia de la mente pensante. No podía ver la cara de la joven, desde donde estaba arrodillado, solo veía las manos pálidas cruzadas como en un crucifijo. Se preguntó si su rostro había quedado más apacible con la muerte, o enfurecido e irritable como lo había visto la última vez. Si el gran cambio la habría suavizado, entonces tal vez, el alma podía sumergirse bajo las profundas aguas, agraciada por el olvido, y ese maldito tren no podría despertarla en años. Curiosamente sucedió una maravilla. Él detuvo su oración, y acercó una silla a la cama. Se sentó y acercó su rostro al de la mujer muerta. ¡Ay! El suyo no era un semblante de paz. Tenía estampado la tragedia de un amargo renunciamiento. Después de todo, ella era joven, y al final murió a disgusto. Había aún una torva tensión cerca de las fosas nasales, y su labio superior estaba curvado como si su última palabra hubiera sido una imprecación. Pero ella era muy bonita, a pesar de la demacración de sus facciones. Su cabello negro casi cubría la cama, y sus pestañas parecían muy pesadas para aquellas mejillas.

"¡Pobre pequeña!" pensó el cura. "No, ella no descansará, ni tampoco quería eso. No la rociaré con agua bendita en su tumba. Sería maravilloso que ese monstruo pueda darle algún confort, pero si lo hace, entonces está bien."

Él fue al pequeño oratorio contiguo a la alcoba y rezó más fervientemente. Pero cuando los testigos llegaron, una hora después, lo hallaron en aletargado al pie del altar.
Cuando se despertó estaba en su propia cama, en su pequeña casa, junto a la iglesia. Pero habían pasado cuatro días antes que pudiera levantarse para cumplir sus deberes, y para ese momento la condesa ya estaba en su tumba.

La vieja ama de llaves dejó de cuidarlo. Él esperó con ansias la llegada de la noche. Había una llovizna pronunciada, y las nubes borroneaban el paisaje y empapaban el suelo en el Bois d'Amour. Las tumbas estaban húmedas, también; pero el cura prestaba poca atención a los elementos de la naturaleza en su larga vida de martirio, y ni bien escuchó el remoto eco del tren nocturno, se apresuró en ir por su agua bendita para regar todas las tumbas, excepto una.
Se postró y escuchó afanosamente. Habían pasado cinco días desde la última vez que lo había hecho. Quizás ellos se habrían adormecido de vuelta. En un momento estrechó sus manos y las levantó al cielo. Todo lo por lo que ellos gemían era por paz, por descanso; maldecían al demonio apestoso que los sacudía de las puertas de la muerte; y entre las voces de hombres y niños, el cura distinguía las temblorosas notas de sus ancianos mayores; no estaban maldiciendo sino rezando con amarga imploración. El bebé estaba gimoteando con los acentos de un terror mortal y su madre estaba más que desesperada por cuidarlo.

"¡Ay!" gritó la voz de Jean-Marie, "¡Nunca nos dirán que purgatorio es este! ¿Qué es lo que saben los curas? ¿Cuando fuimos advertidos con este tipo de castigos por nuestros pecados? ¡Dormir un par de horas, y hechizados con el momento de despertar! Entonces un cruel insulto de la tierra que está cansada de nosotros, y la orquesta del infierno. ¡De nuevo! ¡Y otra vez! ¡Y otra! ¡Oh Dios! ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuánto?"

El cura tropezó sobre la lápida y la tierra que estaba sobre la condesa. Podía escuchar una voz alabando al monstruo de la noche y el amanecer, una nota de alegría en ese terrible coro de desesperación que él creía lo conduciría a la locura. Juró que a la mañana siguiente movería a sus muertos, aún si tuviera que desenterrarlos con sus propias manos y los acarrearía hacia la colina, para enterrarlos allí por su propia cuenta.

Por un momento no escuchó sonidos. Se arrodilló y pegó su oído a la tumba, entonces contuvo la respiración. Un grito cavernoso se escuchó. Luego otro, y otro. Pero no había palabras.
"¿Es ella que está gritando por simpatía con mis pobres amigos?" pensó; "¿O es que está aterrorizada? ¿Por qué no les habla? Quizás ellos olvidarían su difícil condición teniendo ella que decirles del mundo que habían abandonado hace ya tanto. Pero no era su mundo. Tal vez esto es lo que la angustia, ya que ella será una solitaria aquí tal como en la tierra. ¡Ah!"
Un brusco y horrible grito penetró en sus oídos, luego un jadeante chillido, y otro; todo se desvaneció en un espantoso trueno.

El cura se levantó y estrechó sus manos, mirando al cielo por inspiración.
"¡Ay!" gimió, "ella no está contenta. Ella cometió un terrible error. Descansaría en la profunda y dulce paz de la muerte, y ese monstruo de hierro y fuego y los desesperados muertos a su alrededor le atormentan el alma, ya tan atormentada en vida. Quizás pueda encontrar descanso en la bóveda detrás del castillo, pero no aquí. Lo se, y debo arremeter con la tarea, ahora, ya."
Se arremangó la sotana y corrió tan rápido como pudo, con sus viejas y reumáticas piernas, hacia el chateau, cuyas luces brillaban a través de la lluvia. En la orilla del río vio a un pescador y le suplicó que lo llevara en el bote. El pescador extrañado, levantó al viejo en sus fuertes brazos, y lo puso en el bote, y comenzó a remar hacia el chateau. Cuando tomaron tierra, él se apuró.
"Esperaré en la cocina por usted, padre," dijo el pescador; y el cura lo bendijo y se apresuró en llegar al castillo.

Una vez más entró a través de la puerta de la gran cocina, con sus adoquines azules, sus brasas y bronces, los mismos que habían conformado a nobles y monarcas en los días de esplendor de los Croisac. Se sentó en una silla frente a la estufa, mientras una criada se fue a avisar al conde. Ella regresó mientras el cura aún seguía temblando, y le anunció que su amo recibiría su visita en la biblioteca.

Era una habitación lúgubre donde estaba esperando el conde y olía un poco rancio, ya que los libros en los estantes eran antiguos. Un par de novelas y periódicos yacían sobre la pesada mesa, el fuego ardía en la chimenea, los tapices en las paredes estaban muy oscurecidos y las flores de lis estaban deslustradas y manchadas. El conde, cuando estaba en casa, dividía su tiempo entre la biblioteca y el mar, esto cuando no podía ir a cazar un jabalí o un ciervo al bosque. Pero a menudo tenía que ir a París, donde podía permitirse la vida de un potentado en un ala de su gran hotel; había conocido mucho acerca de las extravagancias de las mujeres para dar a su esposa la llave de sus pálidos salones. Había amado a la joven cuando la desposó, pero sus quejas y amargo descontento lo habían enajenado, y durante el último año había estado alejado de ella, en hosco resentimiento. Muy tarde comprendió, y soñó con la expiación de su culpa. Ella había sido una entusiasta y vivaz criatura, y su mente insatisfecha se había refugiado en el mundo que había vivido. ¡Y él le había dado tan poco a ella!

Se levantó cuando entró el cura, y se inclinó. La visita lo aburría, pero el viejo y buen cura le merecía su mayor respeto; más aún, había realizado varios oficios y ritos en su familia. Acercó una silla hacia su invitado, pero el viejo agitó su cabeza y nerviosamente juntó sus manos.
"¡Ay, monsieur le comte," dijo, "puede ser que usted también me diga que soy un viejo lunático, como hizo Monsieur L'Évêque. Sin embargo, tengo que hablar, por más que ordene a sus criados que me echen del chateau."

El conde recordó cierto comentario ácido del obispo, seguido de una manifestación de que un joven cura debería ser enviado, para reemplazar al viejo, que estaba en su chochez. Pero él le replicó suavemente:
"Usted sabe, padre, que nadie en este castillo le faltará a usted el respeto. Diga lo que desee; no tema. ¿Pero por qué no toma asiento? Estoy muy cansado."
El cura tomó asiento y clavó su vista suplicantemente en el conde.

"Este es el asunto, monsieur." Habló rápidamente. "Ese terrible tren, con sus estrepitosos hierros, carbones, humareda y chirridos, ha despertado a mis muertos. Los he estado calmando con agua bendita, para que no lo escuchen, hasta que una noche que falto, el ruido que hace este ferrocarril, sacude la tierra y remueve los clavos fuera de los ataúdes. Me apuré, pero el daño ya estaba hecho, los muertos habían despertado, el querido sueño de la eternidad había sido interrumpido. Ellos pensaban que era el llamado de la trompeta del juicio y se preguntaron porque seguían aún en sus sarcófagos. Pero hablaron entre sí y no fue tan malo como parecía. Pero ahora están desesperados. Están en el infierno, y yo tengo que implorarle a usted que apruebe que sean movidos a la colina. ¡Ah, piense, piense, monsieur, no puede ser que el largo sueño del sepulcro se vea interrumpido tan rudamente... el sueño por el que vivimos y padecemos tan pacientemente!"

Se detuvo abruptamente y contuvo la respiración. El conde había escuchado sin haber cambiado de semblante, convencido que se trataba de la fantasía de un loco. Pero la farsa lo fatigó, e involuntariamente su mano se movió hacia una campana en la mesa.
"¡Ah, monsieur, no todavía, aún no!" jadeó el sacerdote. "Es acerca de la condesa que he venido a hablar. Lo había olvidado. Ella me había dicho que deseaba yacer ahí y escuchar el tren venir desde París, así que no rocié su tumba con agua bendita. Pero ella, ahora, está infeliz y horrorizada, monsieur. Ella grita y gime. Su ataúd es nuevo y fuerte, y no puedo escuchar sus palabras, pero he escuchado gritar espantosamente desde su tumba esta noche, monsieur; lo juro sobre la cruz. ¡Ah, monsieur, debéis creerme, por favor!"
El conde se puso tan pálido como la mujer que había enterrado en su ataúd, y estremeciéndose de la cabeza a los pies, se tambaleó de su silla y clavó la vista en el sacerdote como si viera el mismísimo fantasma de su condesa.

"¿Usted escuchó...?" llegó a jadear.
"Ella no está en paz, monsieur. Ella gritó y gimió de manera terrible, como si tuviera la boca tapada con una mano."
El conde se repuso de repente y voló del salón. El cura pasó su mano por la frente y cayó lentamente en el piso. Había pronunciado la última de sus palabras.
"Él comprobará que he dicho la verdad," pensó, mientras caía dormido, "y mañana intercederá por mis pobres amigos."
El cura yace sobre la colina, donde ningún tren jamás podrá perturbarlo, y sus viejos camaradas del cementerio violado están cerca, alrededor de él. El conde y la condesa de Croisac, quienes adoran su memoria, se apresuraron en darle en muerte aquello que fue su último deseo en vida. Y con ellos, todas las cosas están bien, para un hombre, también, puede nacer de nuevo, y sin descender a la tumba.

El Espectro

El Espectro.
Emilia Pardo, condesa de Bazán.

Mi amigo Lucio Trelles es un excelente sujeto, sin graves problemas en la vida y que parece normal y equilibrado. Como nadie ignora, esto de ser equilibrado y normal tiene actualmente tanta importancia como la tuvo antaño el ser limpio de sangre y cristiano viejo. Hoy, para desacreditar a un hombre, se dice de él que es un desequilibrado o, por lo menos, un neurótico. En el siglo diecisiete se diría que se mudaba la camisa en sábado, lo cual ya era una superioridad respecto a los infinitos que no se la mudarían en ningún día de la semana.

Ahora bien: Lucio Trelles sostiene la teoría de que desequilibrado es todo el mundo; que a nadie le falta esa «legua de mal camino» psicológica; que no hay quien no padezca manías, supersticiones, chifladuras, extravagancias, sin más diferencia que la de decirlo o callarlo, llevar el desequilibrio a la vista o bien oculto. De donde venimos a sacar en limpio que el equilibrio perfecto, en que todos nuestros actos responden a los citados de la razón, no existe; es un estado ideal en que ningún hijo de Adán se ha encontrado nunca, en toda su vida. Lucio apoyaba esta opinión con razonamientos que, a decir verdad, no me convencían. Me parecía que Lucio confundía el desequilibrio con los estados pasionales, que pueden desequilibrar momentáneamente, pero no son desequilibrios, pues son tan inevitables en la vida psíquica como otros procesos en la fisiología.

Ello es que a Lucio no le conocía nunca ni enamorado, ni encolerizado, ni apasionado, ni vicioso. Hasta me sorprendía la normalidad de su tranquila existencia, sazonada con distracciones de buen gusto y aun de arte, y dedicada a regir bien una fortuna pingüe y a acompañar y proteger a su hermana, con la cual se portaba lo mismo que un padre. Y solía yo decirle, cuando nos encontrábamos en una agradable tertulia adonde los dos concurríamos:

-Todos seremos desequilibrados, pero el desequilibrio de usted no se ve por ninguna parte.

Él meneaba la cabeza, y la confidencia parecía asomarse un segundo, como se asoma un insecto horrible a una grieta de la pared, retirándose apenas entrevé la claridad... Ya en el camino de las curiosidades, di en notar que algunas veces las pupilas de Lucio revelaban extravío. No era que bizcase; la expresión respondía a un espanto íntimo sin relación con los objetos exteriores.

Lucio solía ir a la tertulia donde más nos veíamos, con su hermana y en carruaje. Como le viese una noche salir a pie, me dijo que su hermana estaba un poco indispuesta, y él no había querido hacer enganchar. Entonces caminamos juntos. No hacía la luna, y las calles del barrio estaban oscuras y solitarias.

Íbamos hablando animadamente, cuando de pronto sentí que el cuerpo de mi amigo gravitaba sobre mi hombro, desplomado. Apenas tuve tiempo para sostenerle e impedir que cayese al suelo. Al hacerlo oí que murmuraba frases confusas, entre gemidos. Yo no sabía qué hacer. No veía nada que justificase el terror de Lucio. Sin duda sufría una alucinación.

No recobró el sentido hasta momentos después, y soltó una carcajada forzada y seca, para tranquilizarme. Anduvo unos instantes vacilando, y de súbito, volviéndose hacia mí, susurró con terror indescriptible, un terror frío:

-¿Y el gato? ¿Y el gato?
-¿Qué gato es ése? -pregunté asombrado.
-El gato blanco. ¡El que pasó cuando yo caí...!

Recordé que había visto, en efecto, una forma blanca, deslizarse rozando la pared. Pero ¿qué importancia tenía?...

-¡Ninguna para usted! -murmuró sordamente mi amigo.

Yo sentía el temblor de su cuerpo, el rechinar de sus dientes, y su mano crispada me asió, incrustándome los dedos en la muñeca. De su garganta, contraída, las palabras brotaron como un torrente, en la inconsciencia con que el semiahorcado se arranca el dogal.

-Claro, no puede usted entender... para usted un gato blanco no es más que un gato blanco... Para mí... Es que yo... No, aquello no fue crimen, porque el crimen lo hace la intención; pero fue una desventura tan grande, tan tremenda... No he vuelto a disfrutar de un día de paz, un día en que no me despierte con el pelo rizado... Mi disculpa es que yo tenía entonces veinte años... -añadió con un sollozo-. Desde la niñez, la vista o el contacto de un gato me producían repulsión nerviosa; pero no en grado tal que no pudiese dominarla si me lo propusiese. Lo malo es que en ese período de la juventud no quiere uno dominarse, no quiere sino hacer su capricho... Cree uno que puede dirigir la vida a su arbitrio, solazándose con ella, como con los juguetes. Esto ocurría hallándome yo en el campo, en compañía de mi madre y de mi tía Lucy, la que me ha dejado mi capital, pues mis padres no eran ricos.

-Cálmese usted -dije, viéndole tan agitado y observando la poca ilación de lo que me refería.
-Sí, ya me voy calmando... Verá usted cómo es natural mi impresión.

¿Qué decíamos? Sí; yo estaba en el campo con mi madre y con mi tía Lucy, solterona, que adoraba en su gato blanco, el favorito de la buena señora, siempre dormido en su regazo o acurrucado al borde de su falda. ¡Puf! ¡Qué gustos más raros! Yo -cosa de los veinte años, afán de dominar la vida y arreglarla a nuestro antojo- se la tenía jurada al bicho. Resolví que, si alguna vez lo atrapaba solo, su merecido le daría. Al efecto, llevaba siempre conmigo un diminuto bull-dog, y ya no veía el momento de meter una bala en la panza gorda del monstruo, del odiado animalejo. Después, me proponía hacer desaparecer sus restos..., y negocio concluido.

Fue una noche... Una noche como ésta; sin luna, de una oscuridad tibia, en que todo convidaba a vivir y a amar... Salí de mi cuarto con ánimo de espaciarme en el jardín. Había en él un cenador de madreselva... ¡lo estoy viendo! Era todo tupido, y de costado tenía una especie de ventanita cuadrada, practicada recortando las enredaderas. Distraído miré... En el marco del follaje se encuadraba un objeto blanco. Ni por un momento dudé que fuese el gato aborrecido.

Saqué el bull-dog, apunté... Hice fuego... Un grito me heló la sangre... Me arrojé al cenador... Mi madre estaba allí... Envolvía su cabeza una toquilla blanca...

-¿Muerta? -interrogué con ansia, empezando a comprender la historia.
-No... Herida levemente; rozadura; el pelo chamuscado...
Entonces... Mi madre me cobró horror... Nunca volvió a quererme... Nunca creyó mis protestas de que no intentaba asesinarla... Y murió poco después, de una enfermedad cardíaca, originada probablemente por la emoción... ¡Quedé bajo el peso del odio, de la eterna sospecha de mi madre!
-¿No la pudo usted convencer?
-Jamás...

Medité un segundo...

-¿Había algún motivo para que ella recelase que usted..., en fin, que usted... podía ser capaz... de... eso?

Sin duda herí una fibra sensible, porque Lucio se demudó y vaciló tambaleándose, próximo a caer de nuevo. Sus ojos, alocados, me miraron un instante. No contestó. Y al llegar a su casa, me dijo secamente, bruscamente:

-Buenas noches...

Nunca más, en ocasión alguna, volvió a hablarme del caso, por el cual un gato blanco es para él un espectro.

Emilia Pardo, condesa de Bazán.

El Crimen Invisible

El Crimen Invisible.
Catherine Crowe.

En 1842 en el barrio de Marylebone, se derribó una casa a la que ya no acudía ningún huésped, desde hacía ya muchos años, y cuyos propietarios se negaban a gastar más dinero en reparaciones.

Sus últimos habitantes fueron el mayor W..., su esposa, sus tres hijos y su sirviente.

El mayor W..., que desempeñaba un digno cargo en la Intendencia, había insistido innumerables veces a sus superiores para que le permitieran cambiar de vivienda (el alquiler del inmueble estaba a cargo de la Intendencia). Como esta autorización demoraba, alegó para justificar su repetida insistencia que la casa estaba embrujada "del modo más desagradable".

Todas las noches, la puerta del salón se abría violentamente, se oía un ruido de pasos precipitados, una respiración ronca y luego dos o tres gritos horribles y la pesada caída de un cuerpo contra el piso.

A menudo encontraban los muebles volcados, sobre todo cuando estaban situados en el ángulo norte de la sala.

Luego se restablecía el silencio, pero alrededor de un cuarto de hora más tarde, se oía algo semejante a un pataleo, un sollozo y al fin un espantoso estertor.

El mayor W... acabó por prohibir a sus familiares la entrada a este salón. Incluso clausuró la puerta. Pero antes hizo constatar estos hechos por varios de sus compañeros de ejército. En efecto, el informe que presentó estaba firmado por el lugarteniente de Intendencia E..., el capitán S... y el comisario de víveres E...

Se procedió a un relevamiento de datos y muy pronto descubrieron una trágica historia.

En el año 1825, la casa estaba habitada por el corredor de joyas C... y su esposa. Esta última, mucho más joven que su marido, llevaba una vida desordenada, licenciosa, y malgastaba enormes sumas de dinero.

Aunque el desgraciado C... le perdonó muchas veces sus caprichos, no parecía querer enmendarse; al contrario, su vida era progresivamente escandalosa.

C..., empujado por la amargura y los celos, se dio a la bebida.

Una noche volvió ebrio, decidido a acabar con sus desgracias.

Armado de un trinchete de zapatero, se abalanzó sobre su mujer, que huyó hacia el salón, pero C... la alcanzó y con un solo golpe de su arma, la decapitó. Permaneció largo rato mudo de horror ante su crimen, luego se colgó de la araña del techo.

Desde entonces ese horrible asesinato se reproducía cada noche, de una forma audible, pero jamás los espantados testigos vieron la más mínima aparición; sólo los ruidos fantasmales que se repetían con una perfecta exactitud.

La petición del mayor W... tuvo resultados favorables y desde entonces, la casa permaneció desocupada, hasta el día en que cayó bajo el pico de los demoledores.

Catherine Crowe.

El Abrazo Frío


El Abrazo Frío.
The Cold Embrace, Mary Elizabeth Braddon, 1837-1915.

 
Él era un artista; las cosas como las que le pasaron, algunas veces les pasan a los artistas.
Él era alemán; las cosas como las que le pasaron, algunas veces le pasan a los alemanes.
Él era joven, apuesto, estudioso, entusiasta, metafísico, descuidado, incrédulo, despiadado.
Y siendo joven, apuesto, y elocuente, también fue amado.
Él era un huérfano, bajo la tutoría del hermano de su difunto padre, su tío Wilhelm, en cuya casa él había vivido desde su temprana infancia; y aquella que lo amó era su prima, Gertrude, a quien le juró que amaba, a cambio.
¿Él la amaba? Sí, cuando por primera vez se lo juró, sí. Pero pronto su pasión terminó; ¡y cómo al final se convirtió en un sentimiento miserable en el egoísta corazón del estudiante! ¡Pero que bello sueño, cuando él tenía solo diecinueve años, y había regresado de su aprendizaje con un gran pintor en Amberes, y ellos vagaban juntos en los más románticos alrededores de la ciudad, con rosado crepúsculo o con la divina luz de luna o la brillante y jovial luz matinal!
Ellos tenían un secreto, que era la ambición del padre de la chica de que ella tuviera un rico pretendiente. Era una lúgubre visión frente al amor soñado.
Así que se comprometieron; y estando uno al lado del otro, cuando la agonizante luz del sol y la pálida luz de la luna dividían los cielos, él puso el anillo de compromiso en el dedo de ella, en su blanco e inmaculado dedo, cuya delgada forma él conocía bien. Este anillo era bastante particular, tenía la forma de una gran serpiente dorada, la cola en la boca, que era el símbolo de la eternidad; había pertenecido a su madre, y él lo podría haber reconocido de entre cientos. Si se hubiera vuelto ciego al otro día, él podría distinguirlo entre cientos con solo el tacto.
Lo puso en el dedo de ella, y ambos se juraron fidelidad, el uno al otro, por siempre jamás, sin importar peligros o dificultades, en los pesares y en los cambios, en la riqueza o la miseria. Aún debían conseguir el consentimiento del padre para consumar su unión, pero ya estaban comprometidos, y solo la muerte podría separarlos.
Pero el joven estudiante, burlón de las revelaciones, y entusiasta adorador de lo místico, preguntó:
"¿Puede la muerte separarnos? Yo podría regresar a ti, Gertrude. Mi alma podría volver para estar cerca de mi amor. Y tú, tú, si tu mueres antes que yo, la fría tierra no podría separarte de mí; si me amas, tu regresarías, y nuevamente estos bellos brazos estarían alrededor de mi cuello, como lo están ahora."
Pero ella le respondió, con un extraño brillo en sus profundos ojos azules, que el que muriera lo haría en paz con Dios e iría feliz al cielo, y no podría regresar a la atribulada tierra; y solamente el suicidio, la pérdida que provoca que los afligidos ángeles cierren las puertas del Paraíso, provoca que el infausto espíritu persiga a los vivos.
Transcurrió el primer año de su compromiso, y ella se quedó sola, a causa del viaje de él a Italia, por comisión de algún hombre rico, para copiar Rafaeles, Tizianos y Guidos en una galería en Florencia. Quizás habría marchado para ganar fama; pero esto no era lo peor... ¡sino que se había ido! Por supuesto, su padre extrañó a su joven sobrino, quien había sido como un hijo para él; y pensó que la tristeza de su hija no era más que la que una prima puede sentir por la ausencia de un primo.
Durante ese tiempo, las semanas y los meses pasaron. Los amantes se escribían, primero muy seguido, luego con menos frecuencia, al final dejaron de hacerlo.
¡Cuántas excusas ella se inventó para él! ¡Cuántas veces ella fue a la lejana oficina postal, a la que él dirigía sus cartas! ¡Cuántas veces ella esperó, solo para verse decepcionada! ¡Cuántas veces ella desesperó, solo para tener una nueva esperanza!
Pero la real desesperación vino, al final, y no se fue más. El rico pretendiente apareció en escena, y el padre se decidió. Ella tenía que casarse de inmediato, y la fecha de la boda se fijó para el quince de junio.
La fecha parecía abrasarle la mente.
La fecha, escrita en fuego, danzaba permanentemente frente a sus ojos. Esa fecha, gritada por las Furias, sonaba continuamente en sus oídos.
Pero aún no era tiempo, estábamos a mediados de mayo, estábamos a tiempo para escribirle una carta a Florencia; era tiempo de que regrese a Brunswick, para tomarla y unirse en matrimonio a ella. A pesar de su padre, a pesar del mundo entero.
Pero los días y las semanas volaron, y él no escribió. Y tampoco vino. Esto en verdad la desesperó, y ese sentimiento se adueñó de su corazón y ya no se marchó.
Llegó el catorce de junio. Por última vez ella fue a la pequeña oficina postal; por última vez hizo la vieja pregunta, y por última vez le respondieron: "No; no hay carta."
Por última vez, ya que al otro día sería la fecha fijada para la boda. Su padre no escucharía apelaciones; su rico pretendiente no escucharía sus oraciones. Ellos no querían demorarse ni un solo día, ni una hora; esa noche sería suya, esa noche, ella podría hacer lo que quisiera.
Ella tomó otro camino que el que llevaba a su casa; se dio prisa a través de algunas callejuelas de la ciudad, pasó por un solitario puente, donde ella y su amado habían estado de pie frente al crepúsculo, mirando el cielo tornarse rosado, y el sol caer sobre el horizonte del río.
Él regresó de Florencia. Él había recibido la carta de ella. Esa carta, borroneada con lágrimas, surcada de ruegos y llena de desesperanza. Él la había recibido, pero ya no la amaba. Una joven florentina, quien había posado para él como modelo vivo, poblaba sus ilusiones. Y Gertrude había quedado casi olvidada. Si ella tenía algún pretendiente rico, bien; la iba a dejar que se casara; mejor para ella, mejor para él. Él ya no tenía deseos de encadenarse a ninguna mujer. ¿No tenía su arte? Su eterna novia, su constante mujer.
De esta manera él decidía demorar su vuelta a Brunswick, de manera que cuando arribara, el casamiento ya se hubiera celebrado, y él pudiera saludar a la novia.
¿Y los votos, las ilusiones místicas, la creencia en su regreso después de la muerte, para abrazar a su amada? Oh, extinguidos para siempre de su vida; desaparecidos para siempre, solo sueños irracionales de su juventud.
Así que el quince de junio él entró en Brunswick, por ese mismo puente en el que había estado de pie, con las estrellas cayendo sobre ella, bajo el cielo nocturno. Caminó a través del puente, un perro tosco le seguía el paso, y el humo de su corta pipa rizándose en forma de guirnaldas fantásticas en el puro aire de la mañana. Llevaba su cuaderno de bocetos bajo el brazo, y se su ojo artístico se vio atraído por algunos objetos, ante los cuales se paró a dibujarlos: unas hierbas y unos guijarros sobre la ribera del río; un despeñadero sobre la orilla opuesta; un grupo de sauces a la distancia. Cuando hubo terminado, admiró su dibujo, cerró el cuaderno, vació las cenizas de la pipa, volvió a llenarla con su bolsa de tabaco, y cantó el refrán del feliz bebedor, llamó al perro, fumó nuevamente, y siguió caminando. Súbitamente volvió a abrir el cuaderno; esta vez le atrajo un grupo de figuras, pero ¿qué eran?
No era un funeral, puesto que no estaban de luto.
No era un funeral, pero había un cadáver en un tosco ataúd, cubierto con una vieja vela, llevada por dos de los portadores.
No es un funeral, puesto que los portadores son pescadores, pescadores en su atuendo de todos los días. A unas cien yardas de donde él estaba, hicieron un alto en el camino y tomaron un respiro. Uno se quedó parado a la cabeza del ataúd, los otros se sentaron a los pies.
Y de esta manera, él dio dos o tres pasos para atrás, seleccionó su punto de vista, y comentó a esbozar un rápido contorno. Lo pudo terminar antes que volvieran a ponerse en marcha; pudo escuchar sus voces, a pesar que no podía entender sus palabras, y se preguntó de que podrían estar hablando. Caminó hacia ellos y se les unió.
"Mis amigos, ¿llevan ahí un muerto?" preguntó.
"Sí; un muerto que fue echado a tierra hace una hora."
"¿Ahogado?"
"Sí, ahogado. Una joven, muy bonita."
"Las suicidas siempre son bonitas," dijo el pintor; y entonces se quedó para un rato de pipa y meditación, mirando la sutil forma del cuerpo y los pliegues de la lona que lo cubría.
La vida era una temporada de verano para él, joven, ambicioso, listo, ya que aquello que parecía luto y congoja, no parecía tener parte en su destino.
Al final, pensó que, si esta pobre suicida era tan bonita, él tenía que hacer un boceto de ella.
Dio a los pescadores algún dinero, y ellos accedieron a remover la lona que cubría sus facciones.
No; se diría a sí mismo. Él levantó la áspera, tosca y húmeda lona de su rostro. ¿Qué rostro? El mismo que había brillado en los irracionales sueños de su juventud; el rostro que una vez fue la luz de la casa de su tío. Su prima Gertrude... ¡Su prometida!
Él vio, como en un atisbo, mientras respiraba profundo, las facciones rígidas, los brazos fríos, las manos cruzadas sobre el pecho helado; y, sobre el tercer dedo de la mano izquierda, el anillo, el mismo que había sido de su madre, esa serpiente dorada; el anillo, el mismo que si él hubiera sido ciego, podría reconocer solo al tacto entre cientos de anillos.
Pero él es un genio y un metafísico, una pena, una verdadera pena. Su primer pensamiento fue la huida, una huida hacia cualquier otro lugar, fuera de aquella maldita cuidad, cualquier lugar, lejano a aquel espantoso río, cualquier lugar libre de los recuerdos, lejos del remordimiento: cualquier lugar para olvidar.
Solo cuando su perro se echó a sus pies, fue que se sintió exhausto, y buscó sentarse en algún banco, para descansar. ¡Cómo le daba vueltas el paisaje frente a sus obnubilados ojos, mientras en su cuaderno el boceto de los pescadores y el féretro cubierto con una lona resplandecía por sobre la penumbra!
Al final, luego de quedarse un largo rato sentado a un costado del camino, un rato jugando con el perro, otro rato fumando, otro rato despatarrándose, mirando todo como cualquier estudiante feliz y haragán podría haber mirado, aunque por dentro devorándose la mente con un mismo pensamiento, el de aquella escena matinal, recuperó la compostura, y trató de pensar en sí mismo, ya no más en el suicidio de su prima. Aparte de esto, él no estaba peor de lo que había estado el día anterior. No había perdido su genio; el dinero que había ganado en Florencia aún permanecía en su bolsillo; él era su propio maestro, libre de ir adonde quisiera.
Y mientras seguía sentado en el costado del camino, tratando de separarse a sí mismo de la escena que vio a la mañana, tratando de expulsar de su mente la imagen del cadáver cubierto con la lona de vela, tratando de pensar que haría al siguiente momento, donde iría, lo más lejos posible de Brunswick y del remordimiento, la vieja diligencia vino a los tumbos. Él la recordó; iba desde Brunswick a Aix-la-Chapelle.
Él le silbó al perro, gritó al cochero que detuviera su vehículo y brincó dentro del carro.
Durante toda la tarde, y luego, toda la noche, a pesar que no pudo cerrar sus ojos, nunca dijo una palabra; pero cuando la mañana volvió a romper, y los otros pasajeros se despertaron, comenzando a hablarse unos con otros, él se plegó a la conversación. Les contó que era un artista y que iba a Colonia y a Amberes para copiar unos Rubens, y la gran pintura de Quentin Matsys, en el museo. Recordó, luego de hablar y reír bulliciosamente, y antes, mientras hablaba y reía de manera ruidosa, a un pasajero, mayor y más serio que el resto, que abrió su ventana, cerca suyo, y le dijo que pusiera su cabeza fuera. Recordó el aire fresco golpeando en su cara, el canto de los pájaros en sus oídos, y los campos que se extendían hacia el horizonte frente a sus ojos. Él recordó esto, y luego cayó en un estado inánime, en el piso de la diligencia.
Fue la fiebre que lo mantuvo en el lecho durante unas seis largas semanas, en un hotel de Aix-la-Chapelle. Él se puso bien, y, acompañado por su perro, comenzó a caminar a Colonia. Nuevamente era su antiguo ser. De nuevo el humo azulado de su corta pipa daba vueltas por el aire de la mañana, mientras él cantaba una vieja canción de la universidad que festejaba el buen beber, y de nuevo parando aquí y allá, meditando y dibujando bosquejos.
Él era feliz, y había olvidado a su prima, y así se dirigía a Colonia.
Fue en la gran catedral que se quedó parado, con el perro a su lado. Era de noche, las campanas habían terminado de anunciar la hora, y dieron las once; la luz de la luna llena iluminaba el magnífico edificio, sobre el cual el ojo del artista vagaba en busca de la belleza de la forma.
No estaba pensando en su prima ahogada, ya que la había olvidado y ahora se sentía feliz.
Súbitamente alguien, algo, por detrás suyo, le colocó dos fríos brazos alrededor de su cuello, y abrazó las manos sobre su pecho.
Y no había nadie detrás suyo, ya que en la calle bañada por la luz lunar, se proyectaban solo dos sombras, la propia y la de su perro. Rápidamente se dio la vuelta, pero no había nadie, nada que ver a lo largo y a lo ancho de la cuadra, más que él mismo y su perro; y a pesar que lo sintió, no pudo ver los frígidos brazos que se abrazaron a su cuello.
No era un abrazo fantasma, ya que él pudo sentirlo al tacto, aunque no podía ser real, ya que no podía ver nada.
Trató de quitarse de encima esa gélida caricia. Se puso sus propias manos en el cuello para desunir aquellas que lo rodeaban. Pudo sentir los largos y delicados dedos, húmedos al tacto, y sobre el tercer dedo de la mano izquierda, logró palpar el anillo que había sido de su madre, la serpiente dorada, el anillo que él había dicho que podría reconocer al tacto entre cientos de ellos. ¡Él ahora lo sabía!
Los helados brazos de su prima muerta estaban rodeándole el cuello, las manos de ella estaban firmemente agarradas entre sí sobre su pecho. Se dijo a sí mismo que si se estaría volviendo loco.
"¡Up, Leo!" se gritó. "¡Vamos, muchacho!" y el Terranova saltó a sus hombros, y cuando sus patas tocaron las manos de la muerta, el animal lanzó un terrorífico aullido, y salió disparado del lado de su amo.
El estudiante se quedó parado a la luz de la luna, con los brazos muertos alrededor de su cuello, y el perro a distancia considerable, aullando lastimosamente.
Un sereno, alarmado por el aullido del animal, llegó a la escena para ver que era lo que ocurría.
Al siguiente instante el gélido abrazo se desvaneció.
El joven marchó a la casa del sereno y luego al hotel. Antes le dio un dinero; en gratitud podría haberle dado la mitad de su pequeña fortuna.
¿Volvió a aparecer este abrazo mortal?
Intentó no volver a quedarse solo; se hizo con cientos de conocidos, y compartió los cuartos de otros estudiantes. La gente comenzó a notar su extraño comportamiento, y comenzaba a creer que estaba loco.
Pero, a pesar de estos intentos, otra vez se quedó solo; fue una noche en que la plaza quedó desierta por un momento, y él comenzó a caminar por la calle, pero la calle estaba también desierta, y por segunda vez sintió los fríos brazos sobre su cuello, y por segunda vez, cuando llamó a su animal, este saltó lejos de su amo con un lastimero aullido.
Luego de dejar Colonia, ahora viajando a pie por necesidad (ya que su dinero comenzaba a escasear), se unió a unos vendedores ambulantes, de manera que podía estar todo el día con gente, y hablar con quien quiera que se encontraba, tratando de llegar a la noche y estar en compañía de alguien.
A la noche dormía cerca del fuego de la cocina de la posada en la que paraba; pero cualquier cosa que hiciera, él se quedaba solo con frecuencia, y siendo cosa común para él, volvía a sentir el frío abrazo alrededor de su cuello.
Muchos meses pasaron desde la muerte de su prima, otoño, invierno, hasta que llegó la primavera. Su dinero casi se había agotado, su salud estaba severamente dañada, y él era la sombra de quien solía ser. Se encontraba cerca de París. Había acudido a esta ciudad durante la época del Carnaval. En París, la época del Carnaval le significaba que no se volvería a quedar solo, y no volvería a sentir esa mortal caricia, hasta que podría recobrar su alegría perdida, su estado de salud, y una vez más reiniciar su oficio y profesión, para una vez más ganar dinero y fama por su arte.
¡Cuánto que intentó salvar la distancia que lo separaba de París, mientras día a día se debilitaba más y más, y su caminar se hacía más lento cada vez!
Pero al final, luego de mucho tiempo, logró alcanzar la ciudad. Esta es París, en la que él ingresa por primera vez, París, la que había soñado tanto, París cuyo millón de voces podía exorcizar su fantasma.
París le pareció esa noche un vasto caos de luces, música y confusión. Luces que danzaban ante sus ojos y que jamás se quedaban quietas, música que sonaba en su oído y lo ensordecían, confusión que hacía que su cabeza se vea presa de un inacabable remolino.
Llegó a la Casa de la Opera, donde se daba el baile de máscaras. Había ahorrado un dinero para comprar un boleto de admisión, y para alquilar un disfraz de dominó para cubrir su zaparrastrosa indumentaria. Parecía que había pasado solo un momento desde que había pasado las puertas de la ciudad y ahora se encontraba en medio de un salvaje alboroto en el baile de la Casa de la Opera.
No más oscuridad, no más soledad, sino que una multitud enloquecida, gritando y bailando frenéticamente, del brazo de una chica.
La tempestuosa alegría que sentía seguramente haría que regrese su vieja despreocupación. Él pudo escuchar a la gente a su alrededor hablando de la salvaje conducta de algunos estudiantes borrachos, y fue a él a quien señalaron mientras decían esto, a él, que no se había mojado los labios desde la noche anterior; a pesar que sus labios estaban deshidratados y su garganta seca, él no podía beber. Su voz era densa y ronca, y su articulación poco clara; pero su vieja despreocupación volvió, y él se hizo poco problema.
La chica se cansó, su brazo permaneció en su hombro, mientras las otras bailarinas se fueron yendo, una por una.
Las luces de los candelabros, fueron extinguiéndose una por una.
Los decorados comenzaron a oscurecerse ante la disminución de la iluminación.
Una débil luz de las últimas lámparas, y un pálido haz de luz grisácea proveniente del nuevo día, comenzó a avanzar por entre las persianas medio abiertas.
Y por esta luz la chica se fue desvaneciendo. Él miró en su rostro. ¡Cómo iba sucumbiendo el brillo de sus ojos! De nuevo volvió a mirar en su rostro. ¡Qué pálido se había puesto su rostro! Y una vez más volvió a mirar, y ahora observaba la sombra del que fue un rostro.
De nuevo, el brillo de los ojos, el rostro, la sombra del rostro. Todo se había ido. Y él volvió a quedarse solo; solo en un salón tan vasto.
Solo, y, en un terrible silencio, escuchó los ecos de sus propios pasos en una tétrica danza que no tenía música.
Sin ninguna otra música más que el golpeteo del corazón contra su propio pecho. Los brazos helados volvían a rodearle el cuello, a arremolinarse en torno suyo, ellos no iban a soltarse, tampoco a fundirse; él ya no podía escapar de aquel álgido abrazo más de lo que podía escapar de la muerte. Miró detrás suyo, no había nada más que él mismo en un gran salón vacío; pero podía sentirlo, el frío mortecino, y aquellos largos y delgados dedos, y el anillo que había sido de su madre.
Trató de gritar, pero ya no tenía más poder en su garganta reseca. El silencio del lugar únicamente fue roto por los ecos de sus propios pasos en aquella danza de la que no podía liberarse a sí mismo. ¿Quién podía decir que no tenía pareja de baile? Los gélidos brazos que estaban prendidos a su pecho. Y él no rehuiría de tal caricia. ¡No! Una polka más y caería muerto.
Las luces se apagaron del todo, y media hora después, los gendarmes llegaron con una linterna para ver si el salón había quedado vacío; un perro los seguía, un gran perro que habían encontrado sentado frente a la entrada del teatro. Cerca de la entrada principal tropezaron con...
El cadáver de un estudiante, que había muerto de inanición, y por la rotura de los vasos sanguíneos.

Mary Elizabeth Braddon.